Entre el deber y el deseo

Capítulo 4 — La tempestad de los murmullos

“Las pasiones prohibidas no necesitan testigos: el mundo entero las percibe, aun cuando los labios callan.”

ELISABETH

Los rumores, en Averlia, eran como el viento del mar: comenzaban suaves, casi inofensivos, y terminaban derribando los cimientos más firmes.

No sé en qué momento comenzaron a murmurar mi nombre. Quizá fue la mirada demasiado prolongada en el salón, o el hecho de que el señor Valehurst pasara con frecuencia por los senderos cercanos a la casa.

Lo cierto es que las criadas dejaron de hablar cuando yo entraba a una habitación, y Juliana empezó a sonreír menos.

Una tarde, mientras enseñaba a Celeste versos de Lord Byron, escuché la voz de Juliana desde el vestíbulo.

—¿Y dice usted que la vio con él? —preguntó, con una calma tan afilada que dolía más que la ira.

El silencio que siguió lo dijo todo.

Elisabeth Hartley, la institutriz, había cruzado la frontera invisible entre su deber y un deseo imperdonable.

Esa noche, cuando todos dormían, bajé al jardín.

El aire era húmedo, salado, y la luna se filtraba entre las nubes. Pensé en marcharme. En desaparecer antes de que el escándalo se desatara.

Pero entonces lo vi.

Edrien estaba allí, como si hubiese sabido que iba a huir.

—No puede quedarse —dije apenas al verle.

—Y, sin embargo, no puedo permitir que se marche —respondió él.

Sus palabras fueron más peligrosas que cualquier toque.

No me tomó de la mano, no me prometió nada. Pero su mirada, esa mirada que parecía desnudar hasta mis pensamientos más ocultos, bastó para romper mi resistencia.

—No entiende lo que esto significa —susurré—. No soy de su mundo.

—Y tal vez por eso lo quiero —dijo con una voz que parecía temblar de verdad por primera vez.

En ese instante, comprendí que no se trataba solo de deseo. Era algo más profundo, más terrible. Algo que podía destruirnos a ambos.

EDRIEN

No se trataba de imprudencia. Era una necesidad tan intensa que me asustaba.

Desde que Elisabeth llegó, todo lo que había sido mi vida —mi deber, mis planes, mi compromiso con el linaje Valehurst— había comenzado a parecerme una farsa vacía.

Mi madre lo notó primero.

—Estás distraído, Edrien —me dijo una mañana durante el desayuno—. Espero que no sea por alguna… distracción impropia.

Impropria. La palabra me atravesó como una espada.

En Averlia, las pasiones tienen precio, y el mío sería el honor de una familia construida sobre siglos de apariencia.

Pero ya era tarde.

No podía olvidar el temblor en su voz, ni la forma en que la lluvia parecía buscarla entre los rosales.

Esa misma noche, un mensaje llegó a la mansión Valehurst.

Lo trajo un criado anónimo, pero la letra era de Juliana Monreau.

“Si desea preservar el nombre de su familia, hable conmigo. Hay asuntos que deben resolverse antes de que los rumores se vuelvan verdad.”

El golpe fue certero.

Sabía lo que implicaba: Juliana no se conformaría con perder. Y en Averlia, las mujeres como ella no advertían dos veces.

ELISABETH

A la mañana siguiente, Juliana me pidió que la acompañara al acantilado.

El cielo estaba cubierto, y el mar rugía abajo con furia.

—¿Sabe lo que más me molesta de usted, señorita Hartley? —dijo sin mirarme—. Que no hizo nada… y aun así lo consiguió.

No supe qué responder.

Ella avanzó un paso, el viento agitando su vestido azul como una llama.

—Él la mira como nunca me miró a mí. Y eso, créame, es algo que una mujer como yo no perdona.

Sus ojos se nublaron apenas, pero su voz fue firme:

—Le daré un consejo: márchese antes de que alguien se encargue de hacerlo por usted. Averlia no es amable con las mujeres que olvidan su lugar.

Las olas estallaban contra las rocas, como si el mar confirmara sus palabras.

Cuando regresamos, me temblaban las manos.

No era solo miedo. Era la certeza de que el amor que había nacido entre la lluvia y el silencio ahora tenía un enemigo con nombre y sonrisa.

EDRIEN

Esa tarde, recibí una carta.

No firmada, pero reconocí la caligrafía temblorosa de Elisabeth.

“No busque explicaciones. Lo que comenzó como un error no puede terminar de otro modo.

Recuerde su deber, y olvídeme.”

La leí bajo la lluvia, con el papel empapado en mis manos.

Y supe, con una claridad dolorosa, que no iba a obedecer.

Porque hay amores que no se pueden olvidar, ni aunque el mundo entero se empeñe en destruirlos.




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