Entre el deber y el deseo

Capítulo 5: El último refugio

“Hay encuentros que no buscan salvarnos, sino condenarnos con dulzura.”

ELISABETH

Había decidido irme.

Las maletas estaban preparadas, discretamente, antes del amanecer. Nadie lo sabía, salvo la doncella que me debía un favor y había prometido guardar silencio.

El carruaje debía recogerme al caer la noche, cuando los Monreau durmieran.

No quise despedirme de Celeste. No habría soportado su mirada, ni las preguntas que su inocencia no debía hacer.

Pero el destino —ese enemigo silencioso— tenía otros planes.

Cuando el reloj dio las nueve, escuché pasos en el corredor. No eran los de un criado. Eran firmes, decididos, familiares.

Abrí la puerta, y allí estaba él.

Edrien Valehurst.

Empapado por la lluvia, con el cabello pegado a la frente y una expresión que no había visto nunca en su rostro: desesperación.

—Me dijeron que se marcha —dijo sin preámbulo.

—No tengo otra elección —respondí, apenas conteniendo el temblor—. Aquí ya no hay lugar para mí.

—Entonces me iré con usted.

Su voz fue tan sincera que me cortó el aliento.

Me aparté un paso, tratando de ordenar mis pensamientos, pero su presencia lo llenaba todo: el aire, el silencio, incluso la culpa.

—No diga eso —susurré—. No sabe lo que implica.

—Sé exactamente lo que implica. —Avanzó un paso, su mirada fija en la mía—. He pasado la vida obedeciendo a otros, fingiendo que el deber es virtud. Pero si la virtud exige perderla a usted, prefiero el pecado.

No supe qué fue primero: si su mano rozando la mía o mi corazón rindiéndose al impulso.

La distancia que nos separaba se desvaneció, y el mundo, por un instante, dejó de existir.

El beso no fue un arrebato. Fue una despedida.

Un pacto silencioso entre dos almas que sabían que no habría otra noche como esa.

Cuando se separó, su voz era apenas un hilo.

—Si se va, me seguirá encontrando. Aunque me pierda, aunque me odien, no terminará aquí.

No respondí. No podía.

El deber y el deseo habían dejado de ser opuestos; eran ahora la misma herida.

Él se marchó antes del amanecer, sin mirar atrás.

Yo permanecí en la ventana, viendo cómo la lluvia borraba sus huellas del camino, como si el cielo quisiera protegernos del recuerdo de lo imposible.

EDRIEN

No recuerdo haber sentido tanta calma en medio de tanto caos.

Supe, al salir de aquella habitación, que el mundo me reclamaría lo que había hecho: la deshonra, el escándalo, la vergüenza.

Pero también supe que por primera vez en mi vida había elegido por mí mismo.

La noche fue larga, infinita.

Regresé a la mansión Valehurst con la ropa empapada y la mente en llamas.

Mi madre me esperaba, de pie, con una carta en la mano: la misma que Elisabeth me había escrito, la que jamás debió leer nadie más.

—Así que era cierto —dijo, sin gritar, sin temblar—. El heredero de los Valehurst manchando su nombre por una institutriz.

No respondí.

—Ella se marchará mañana al amanecer. Y usted no volverá a verla jamás.

La frialdad de sus palabras fue más cruel que cualquier castigo.

Pero dentro de mí, algo ya se había quebrado.

Esa noche, por primera vez, comprendí que amar a Elisabeth no era una debilidad… era una forma de resistencia.

Y aunque todos en Averlia se empeñaran en arrancarla de mi vida, había algo que no podrían borrar: el fuego que ella había dejado en mí, el que seguiría ardiendo aun en medio de la ruina.

ELISABETH

El carruaje me esperaba, justo cuando el cielo empezaba a clarear.

Las colinas de Averlia se extendían cubiertas por una bruma azulada, y el mar, a lo lejos, rugía como si lamentara mi partida.

Llevaba solo lo necesario: un vestido, un par de libros, y un corazón que ya no me pertenecía.

Mientras el carruaje se alejaba, vi por última vez la silueta de la mansión Monreau recortada contra la niebla.

Y, más allá, las torres oscuras de Valehurst.

No lloré.

Solo cerré los ojos y prometí que, si alguna vez volvía, no sería como la institutriz que se fue, sino como la mujer que aprendió —demasiado tarde— que el amor también puede ser una forma de guerra.




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