Entre el deber y el deseo

Capítulo 6: Las cicatrices del silencio

“Algunos amores no se curan con la distancia; solo aprenden a doler con elegancia.”

ELISABETH

Habían pasado seis meses desde que dejé Averlia, y aún despertaba algunas noches con el sonido del mar golpeando los acantilados, como si la isla me reclamara en sueños.

Vivía ahora en Brynford, una ciudad gris, cubierta de neblina, donde nadie conocía mi historia.

Encontré empleo como maestra en una pequeña escuela para jóvenes de buena familia; nada parecido a la mansión Monreau, pero suficiente para mantenerme con dignidad.

Elisabeth Hartley había dejado de ser la institutriz silenciosa de mirada temerosa.

Aprendí a andar con la cabeza erguida, a mirar a los hombres a los ojos sin sentir culpa, a no depender de la aprobación de nadie.

Y, sin embargo, bastaba oír el nombre Valehurst en algún periódico para que mi corazón recordara cómo era doler de verdad.

A veces me preguntaba si él también había aprendido a olvidar.

Hasta que un día, la respuesta llegó sin que la buscara.

Una alumna, hija de un comerciante de Averlia, me mostró entusiasmada un anuncio de compromiso publicado en The Averlian Gazette:

“El honorable señor Edrien Valehurst anuncia su compromiso con la señorita Juliana Monreau, hija del difunto Lord Monreau.”

El papel tembló entre mis dedos, pero no lloré.

Ya no.

Solo sonreí, con la calma de quien ya ha aprendido que el destino no tiene piedad con los que aman fuera de su rango.

Creí que ese sería el fin.

Hasta que una carta llegó días después, con el sello de la señora Monreau.

“Mi madre ha enfermado. La señorita Celeste rehúsa instrucción alguna y exige su presencia.

No lo hago por cortesía, sino por necesidad.

Si alguna vez tuvo afecto por esta casa, regrese.”

Leí la carta una y otra vez.

Era una trampa, quizás.

O un acto de desesperación.

Pero había algo en la mención de Celeste, aquella niña que me recitaba poemas con los ojos llenos de sueños, que me impidió ignorarlo.

Elisabeth Hartley iba a volver a Averlia.

Y con ella, los fantasmas que nunca se marcharon.

EDRIEN

El compromiso con Juliana Monreau fue anunciado con la pompa habitual de las familias que creen poder comprar el honor.

La ceremonia de compromiso, celebrada en los jardines de Valehurst, fue una mascarada cuidadosamente ensayada: sonrisas, brindis, flores blancas y un silencio que solo yo parecía oír.

Juliana estaba radiante, impecable.

Y, sin embargo, cada vez que su mano rozaba la mía, sentía el peso del pacto que había sellado mi condena.

No era amor. Era redención pública.

Un acuerdo sellado entre dos familias que preferían la mentira al escándalo.

Pasé los meses siguientes cumpliendo con lo que se esperaba de mí: asistir a cenas, acompañarla en sus paseos, recibir felicitaciones.

Pero en cada gesto, en cada palabra, me perseguía su ausencia.

Había intentado escribirle, al principio. Tres cartas, todas destruidas antes de ser enviadas.

Porque, ¿qué podía decirle que no sonara como una excusa?

Y aun así, cada amanecer me sorprendía imaginando que algún día regresaría.

Que el sonido de un carruaje en la colina no traería a otro invitado más, sino a ella.

Hasta que una tarde, al regresar de la ciudad, escuché a Juliana hablando con su madre.

—La institutriz volverá —dijo con un tono gélido—. Tal vez al fin pueda despedirse como corresponde.

El mundo pareció detenerse.

Mi corazón, que había aprendido a fingir calma, volvió a latir con furia.

Elisabeth regresaba.

Y con ella, todo lo que yo había jurado enterrar.

ELISABETH

El barco atracó en Averlia bajo un cielo gris, igual que el día en que llegué por primera vez, pero ahora era distinta.

No era la mujer que huía: era la que regresaba con la certeza de haber sobrevivido.

El camino hacia la mansión Monreau se extendía como una herida abierta.

Cada colina, cada árbol, tenía un recuerdo escondido.

Cuando el carruaje se detuvo frente al portón, el aire olía otra vez a sal y promesas rotas.

Juliana me recibió en el vestíbulo.

Vestía de blanco, como una novia antes del sacrificio.

—Bienvenida de nuevo, señorita Hartley —dijo con una sonrisa cortante—. Averlia nunca olvida… aunque algunos prefieran creer lo contrario.

Yo sostuve su mirada.

—A veces es el olvido lo que más teme la gente que no puede ser amada.

Su sonrisa se quebró apenas, pero no respondió.

Y en ese silencio entendí que mi regreso no era una simple visita.

Era el inicio de una batalla.

EDRIEN

No supe de su llegada por mi madre ni por Juliana.

La vi.

La vi caminar por los jardines de Monreau al atardecer, con un vestido gris y el cabello recogido como antes.

Y el mundo volvió a tener color.

Por un instante, creí que era un espejismo.

Pero cuando sus ojos se alzaron y me reconocieron, supe que el tiempo no había hecho más que afilar lo que el verano había comenzado.

La distancia entre nosotros seguía siendo un abismo.

Pero bastó una mirada para saber que ninguno había cruzado realmente al otro lado.

Averlia, otra vez, contenía la respiración.

La tempestad aún no había vuelto… pero el viento ya olía a fuego.




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