Entre el deber y el deseo

Capítulo 7: El eco de lo prohibido

"No siempre el amor regresa.

A veces lo hace el fuego que dejó encendido."

ELISABETH

La mansión Monreau se mantenía igual que cuando la dejé: perfecta en su decadencia.

Cada rincón parecía murmurar secretos que el tiempo se había negado a borrar.

Había vuelto para cuidar a la señora Monreau, cuya salud se apagaba como una vela en un cuarto cerrado.

Pasaba las tardes leyendo junto a su cama, fingiendo que no sentía la mirada constante de Juliana desde los pasillos.

La joven heredera había cambiado.

Su dulzura de antaño se había transformado en una elegancia calculada, fría, como si hubiera aprendido que el poder se mide por lo que uno calla.

A veces cruzábamos palabras corteses, pero debajo de cada una vibraba una tensión que podía cortarse con un suspiro.

Yo sabía que ella lo sabía.

Y aun así, seguíamos la farsa, ambas demasiado orgullosas para romperla.

Una tarde, mientras ordenaba los libros en la biblioteca, escuché pasos detrás de mí.

Me giré, y el aire se me escapó de los pulmones.

Edrien.

Estaba allí, apoyado contra el marco de la puerta, con la misma mirada que me había condenado y salvado al mismo tiempo.

Había adelgazado. Su semblante era más sombrío, más… cansado.

—No creí que vendrías —dijo al fin, con voz baja, como si temiera despertar a los fantasmas.

—No creí que aún me recordaras —respondí, sin poder evitar la ironía.

Él avanzó unos pasos. El silencio entre nosotros ardía.

Por un instante, creí que iba a disculparse, pero en sus ojos no había arrepentimiento, sino hambre.

—Nunca te olvidé, Elisabeth. Ni un solo día.

Supe entonces que debía marcharme, pero mis pies no obedecieron.

El corazón, ese traidor, se adelantó a la razón.

—No digas eso —murmuré—. No ahora que vas a casarte.

Él sonrió con una tristeza infinita.

—El matrimonio es una promesa vacía cuando el alma ya pertenece a otra persona.

Su mano rozó la mía.

El toque fue suficiente para devolverme a todo lo que habíamos sido: el jardín, la lluvia, los suspiros contenidos.

Y también a todo lo que no podíamos volver a ser.

La puerta se cerró con un golpe seco.

Juliana.

Estaba allí, en el umbral, con el rostro pálido y la mirada afilada como cristal.

—No interrumpan —dijo con una sonrisa que no alcanzó sus ojos—. Continúen, por favor.

Elisabeth retrocedió un paso, pero Edrien se interpuso, intentando mantener la calma.

—Juliana, no es lo que piensas.

—¿Y qué debería pensar? —susurró ella—. Que mi prometido encuentra consuelo en los brazos de la institutriz que él mismo deshonró.

El silencio fue insoportable.

Por primera vez, Elisabeth no bajó la mirada.

—No busqué esto, señorita Monreau. Pero tampoco fingiré vergüenza por algo que ustedes jamás entenderían.

Juliana la observó con una calma venenosa.

—Oh, lo entiendo perfectamente. Usted fue la primera. Pero yo seré la última.

Y se marchó, dejando el eco de sus pasos como un presagio.

EDRIEN

No la volví a ver esa noche, pero el sabor del desastre ya se había instalado en mi boca.

Juliana evitó mirarme durante la cena, pero su silencio fue peor que cualquier grito.

Sabía lo que venía: rumores, manipulación, chantaje.

La familia Monreau no toleraría otro escándalo.

Y aun así, por primera vez en meses, me sentí vivo.

El fuego que tanto había intentado apagar ardía de nuevo.

Y esta vez, sabía que no podría contenerlo sin destruirlo todo.

ELISABETH

Esa noche, el viento soplaba con fuerza desde el acantilado.

No pude dormir.

Salí al jardín con la capa sobre los hombros, buscando un poco de aire.

Él estaba allí, otra vez.

Como si el destino se empeñara en repetir su propio crimen.

—No debiste venir —le dije.

—Y tú no debiste regresar —respondió—. Pero lo hiciste. Y ahora… nada volverá a ser igual.

Hubo un segundo de silencio.

Y entonces, sin permiso, sin razón, me besó.

Un beso desesperado, lleno de culpa y deseo.

El tipo de beso que no se da para poseer, sino para sobrevivir.

Cuando se apartó, ambos temblábamos.

El cielo rugía, amenazando tormenta.

—Nos van a destruir —susurré.

Él me sostuvo la mirada, decidido.

—Entonces que el mundo arda, pero contigo a mi lado.

Y la lluvia empezó a caer.




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