“Podemos perdonar fácilmente a un niño que le tiene miedo a la oscuridad, la verdadera tragedia de la vida es cuando un adulto le tiene miedo a la luz."
—Platón
Inquiría para sus adentros con amargura e impotencia sobre aquello que sintió al ver a Laia a los ojos. Fue algo impredecible y estremecedor. Nunca en su vida había sentido tal cosa, jamás su cuerpo había sido puesto en jaque de tal manera.
Se debatía, frente al espejo. Tratando de entrar en su recóndita mirada para poder buscar y encontrar aquel fuego, aquel calor que sentía en el pecho y que se intensificaba al pensar en Laia. Le desesperaba que su mente le diese la misma respuesta. No, aquello no podía ser cierto, era imposible, para él lo era.
Recordaba el momento y sentía una y otra vez la misma carga como de electricidad en su cuerpo. Intentaba olvidar aquel intercambio de miradas, pero, era en vano. Su mente le reprochaba y recordaba que era lo que sentía. Aquel fuego ardiente que ahora sentía no era el odio que yacía incrustado e inyectado en su corazón desde que era un niño, no. Era algo más, otro tipo de sentimiento, otro tipo de fibra contraria al odio.
Se daba golpes en la cara, intentado desesperado entrar en razón, se exigía a sí mismo dejar de sentir aquello que se negaba a aceptar que sentía. Aquel sentimiento no podía caber en su corazón, no tenía cabida alguna en su ser.
— ¡Eres un Meier y los Meier no nos doblegamos a estúpidos sentimientos! — Se dijo, mirándose al espejo.
Las lágrimas de impotencia rozaban su piel. Y él, muy distante a otras ocasiones que no permitía saliesen, ahora, permitía su libre salida. Cayendo y haciendo un minúsculo charco en el lavamanos de mármol.
No podía permitirse sentir aquello. Solo sería una debilidad, un estorbo en su camino de venganza y odio.
La ceremonia de los anillos, sería en unas horas y él, sentía que pendía de una cuerda floja y si caía al vacío, sería su fin. Un final aparatoso y muy contrario a lo que su corazón y alma eran.
Tenía que recuperar la cordura y el equilibrio. Tenía que salir de compras al mercado principal y no podía permitir que lo viesen así. La tradición decía que, la familia del novio tendría que obsequiar regalos significativos a la novia. No se le pasaba por la mente que cosa podría obsequiar. No era de dar regalos, mucho menos a quiénes eran sus enemigos. Lo único que se le ocurría era regalarle claveles. No sabía que otra cosa podía darle.
Súbitamente, llamaron a la puerta del baño.
Sasha tragó saliva, desapareciendo el nudo de impotencia que aguardaba en su garganta.
—¿Quién es?— Preguntó
—Soy yo, Osman. Te he estado buscando por toda la mansión. Se nos hace tarde para los regalos. —
Sasha se rascó la frente en señal de agobio.
—Si, sí. Ya estoy saliendo. Espérame abajo. —
—Como quieras.—
Cada hora y segundo que pasaba, lo hacían retorcerse. Faltaba poco para tener a esa muchacha en sus manos.
Finalmente, había salido del baño y de la habitación. Estaba impecable. Portaba un saco color azul marino, pantalones del mismo color y unos zapatos de cuero en color arcilla y una pequeña parte de su pecho, al descubierto. Sus pectorales eran grandes y velludos.
Bajó las escaleras y se topó con una inesperada visita.
—¿¡Madre, qué haces aquí!? —Preguntó, interesado.
—Vine a ver tu segunda y nueva mansión. Nos estás saliendo un poco costoso.— Vaciló y extendió su mano en señal a Sasha.
Sasha se precipitó y le hizo la típica reverencia y besó su mano. Se puso de nuevo de pie.
—¿¡Pero por qué te has arriesgado tanto!? Si los Yilmaz te ven aquí todo se iría a la basura.
—No te preocupes, querido hijo. Esa lacra no se asomará por aquí. —Espetó
— ¿Y Elvan y mi hermano, dónde están ellos? —Preguntó con premura. Sentía culpa por haber permitido que Elvan fuese encerrada como presa. Y, por otro lado, tenía días sin saber de su hermano. El atentado y ahora esto, lo tenían más que ocupado.
—Elvan está encerrada en su habitación y tu hermano Selim, está en la casa de campo. Lo envié allá, tenía los zumos muy elevados.
—¿Y Elvan está bien?
—¿Por qué te importa tanto esa chiquilla insolente? ¿¡Acaso no viste como me gritó!?
—Si, si vi madre, pero, eso no quita que sea mi prima. Solo déjame saber como se encuentra.
Azra torció los ojos.
—Ella está bien, sana y salva. Hoy la sacaré de allí y la enviaré con Selim, hasta que todo esto termine. Y ahora, a lo que vine. ¿Qué te dijeron esos malditos? ¿Cómo actuaron cuando les dijiste tu apellido?
Sasha se rascó la ceja.
— Cómo te comuniqué por teléfono. Me cedieron su mano de inmediato, no hubo obstáculos de por medio. Solamente la misma Laia que en un principio no aceptó, pero, Gözde y su esposo la obligaron. Y pues, cuando les dije mi apellido, Gözde se exaltó.
— La muy infeliz no ha cambiado. Hablé con Kemal, nuestro infiltrado. Dice que los Yilmaz no sospechan de nosotros. Han de tener enemigos a montón. Y, por otra parte, es extraño que hayan cedido la mano de su única hija de forma inmediata. Cuidan mucho su apellido.
—También lo noté. Pareció como si se quisieran deshacer de ella. También el trato que le otorgaron fue muy déspota y humillante, como si se tratase de la servidumbre.
— No se puede esperar nada bueno de esos desgraciados.
—Así es, madre.
—Cambiando de tema. ¿¡Que le regalarás a la maldita Yilmaz!?
—No tengo idea, madre. Quizá una cadena de oro o tal vez un vestido.
—Es mejor que escojas bien. Esos desgraciados se rigen de apariencias, lleva muchos regalos caros. No escatimes, de todos modos, su felicidad no durará mucho. Hazlo rápido.
Sasha se levantó del sillón, se despidió de Azra y salió por la puerta principal.
Afuera lo esperaba Osman. Impaciente y acalorado.
—Pensé que no vendrías.