Las sirenas se escuchaban a lo lejos, acercándose cada vez más. Camilo se mantuvo firme hasta que los policías y paramédicos llegaron. Apenas te separaste de él cuando un agente te pidió que subieras a la ambulancia.
Camilo insistió en acompañarte, aunque solo tenía una herida leve.
Dentro del vehículo, tú lo observabas en silencio. Tenía la mirada perdida en el suelo, la mandíbula apretada, como si cargara con algo más que la sangre que le corría por la mejilla.
—Camilo… —dices en voz baja— no debiste arriesgarte así.
Él la mira, y por primera vez su expresión se suaviza del todo.
—Es mi trabajo protegerte, Sara. Pero… cuando te vi correr hacia mí… por un segundo pensé que te perdería. —baja la mirada, con un tono que nunca le habías escuchado—. Y eso no puedo permitirlo.
lo ojos de sara se humedecen. El silencio entre ambos se llena de la lluvia que golpea el techo de la ambulancia. Sin pensarlo, extiendes la mano y limpias la sangre de su rostro con cuidado.
Él la mira observa sin moverse, sus respiraciones se mezclan, tan cerca que podrías contar las gotas que caen sobre su piel.
—Gracias… —susurra él— por preocuparte.
ella sonríes apenas, nerviosa.
—Es lo menos que puedo hacer por quien arriesga tanto por mí.
El paramédico interrumpe ese instante mágico al decir que ambos deben ir al hospital por revisión. Ya dentro del hospital, después de la confusión, te dejan en una habitación mientras él espera afuera. Pero cuando cae la noche, escuchas un golpecito suave en la puerta.
Camilo entra, sin su chaqueta, con una venda en la mejilla y los ojos un poco cansados.
—No podía irme sin asegurarme de que estabas bien —dice.
ellas sonríe desde la cama, lo invitas a sentarse a tu lado.
La habitación está en penumbra, solo iluminada por la luz azul de la luna.
ella Lo miras y sonríes nerviosamente —pero no te arriesgues de nuevo por mí—.
Él toma su mano con delicadeza, como si sostenerte fuera lo más natural del mundo. Sus ojos se clavan en los de ella, y por un instante la dureza que siempre muestra se vuelve casi imperceptible.
—Prometido —dice, con voz baja—. Haré lo que haga falta, pero no voy a exponerme más de la cuenta. No quiero que… —vacila un segundo— no quiero que sufras por mí, Sara.
le aprieta la mano con más fuerza, no de manera brusca, sino como si quisiera transmitir algo que las palabras no alcanzan. Luego, casi sin pensarlo, apoya la frente contra la de ella unos segundos; es un gesto breve, íntimo, que la hace sonrojar.
—Hay cosas que no te he contado —murmura—. No solo soy guardaespaldas porque me contrataron. Hay razones… personales. Pero no hoy. Quiero que estés tranquila.
ella se acomodas en la cama y él se sienta a su lado, vigilante, como si cuidarte fuera respirar. La noche se siente menos fría con su presencia; las luces del pasillo se filtran por la rendija de la puerta y la lluvia sigue en su danza interminable.
De pronto el silencio se rompe: el radio de Camilo cruza estática y una voz en el otro extremo pronuncia algo rápido y tenso. Él endereza el cuerpo al instante, su expresión cambia; deja la calma a un lado y escucha.
—Unidad 2, reporte —dice Camilo en voz controlada, y después apaga el transmisor con cuidado—. Perdón, Sara. Tengo que ver algo afuera. Quédate aquí, ¿sí? No te muevas.
Antes de que puedas responder, alguien golpea la puerta del pasillo desde fuera —dos golpes secos—. Ambos los escuchan. Camilo se levanta y mira por la mirilla; sus músculos se tensan.
—No salgas —susurra—. Confía en mí.
La puerta se abre apenas y una enfermera aparece, con el rostro preocupado:
—Disculpen, hubo un problema en la entrada. ¿Ustedes están bien? ¿Necesitan algo?
Camilo la mira y asiente con la cabeza, pero su mirada vuelve a perderse hacia la ventana, al brillo de las calles mojadas. Algo en su postura te dice que la noche aún no ha terminado y que lo que ocurrió en el colegio fue sólo el primer movimiento.
ella se quedas ahí, con el corazón en la garganta, sintiendo la mezcla de miedo y seguridad que solo él provoca. Sabes que estás a salvo por ahora, pero también sabes —sin saber por qué exactamente— que esto no ha terminado.
ella Sale de la habitación en un impulso y corre por el pasillo. La luz está mortecina, el suelo húmedo por la lluvia que entra por la puerta entreabierta. A lo lejos, junto a unos contenedores, ve al hombre que vio antes: el que quiso secuestrarla. Está de espaldas, husmeando en una bolsa. su corazón late a mil y, sin pensar, coge un palo que hay tirado —es sólo madera, nada profesional— y se lanzas hacia él.
Grita algo —un “¡Alto!” feroz que suena más a miedo que a rabia— y lo golpea con todas sus fuerzas. El hombre se sobresalta, da un paso, pero reacciona rápido: gira hacia ella con los ojos feroces. ella Intenta otro golpe, pero él la empuja con brusquedad; ella pierde el equilibrio y casi te cae.
En ese instante la puerta del pasillo se abre de par en par: Camilo aparece corriendo. Su cara está blanca como la sábana, pero sus movimientos son precisos. Sin dudarlo se lanza hacia el atacante, lo empuja contra la pared y con una maniobra rápida lo inmoviliza. ella, aún temblando, tira el palo al suelo y se queda pegada a la pared, con la respiración entrecortada.
—¡Sara, sal de aquí! —ordena Camilo, firme pero sin gritar—. ¿Estás herida?
ella Nega con la cabeza, la voz le tiembla, pero está intacta salvo unos rasguños. Camilo mantiene al hombre controlado hasta que llegan dos guardias de seguridad y un enfermero que habían oído los gritos. Lo apartan y le ponen esposas improvisadas; el atacante murmura palabras entrecortadas, pero alcanza a decir el nombre de alguien: “—Ramos… el Lobo…”. Sus ojos se vuelven crueles y sueltan un hilo de risa que hiela.
Camilo se separa un poco para mirar la , la camiseta pegada al cuerpo por la carrera, la venda en la mejilla de antes ahora llena de gotas de lluvia. En su mirada hay alivio, enfado y… algo que no esperabas: miedo contenido.
Editado: 14.10.2025