Capítulo 4: Ausencia fatal
Esa mañana todo parecía rutinario. Te levantaste temprano, repasaste algunos movimientos en la sala —golpes, llaves, cómo zafarte— y te ayudaste a preparar el desayuno sola. Camilo había salido antes del amanecer; dijo que tenía que resolver un asunto urgente relacionado con el cómplice liberado y que volvería pronto. Confiabas en él, como siempre, pero una sombra nueva te acompañaba: la sensación de que algo podía fallar.
Cerca del mediodía recibiste un mensaje en el que te pedían que bajaras a la recepción para firmar unos papeles de la mudanza. Pensaste que era una formalidad y saliste con la llave en la mano, sin avisar a nadie. En la puerta del edificio, un hombre con gorra y lentes te sonrió y te pidió ayuda con unas cajas; su voz sonaba apurada, nerviosa, como si necesitara un favor inmediato.
—Disculpa, ¿podrías sostener esto un momento? Se me han caído las llaves —dijo, mostrando las manos vacías pero con una sonrisa distraída.
Algo en su actitud te hizo fruncir el ceño, pero recordaste las lecciones: mantener la calma, observar. Aun así, te acercaste. Fue en ese instante, sin previo aviso, cuando otro se te puso detrás, una mano en la boca y una tela con olor a solvente. Tu instinto saltó, pero la sorpresa fue total: te sintieron fuerte, empujada hacia la furgoneta blanca que estaba estacionada en doble fila. Intentaste patear, usar las piernas, gritar, pero los golpes eran dos y ágiles; te inmovilizaron y te introdujeron en el furgón cerrándolo con un portazo seco.
—Cállate —susurró el de la gorra con voz rasposa—. No queremos problemas… solo cooperación.
La furgoneta arrancó. El ruido del motor y las bocinas quedaron lejos, y en tu pecho el pánico quiso hacerse dueño. Respiraste, tanteaste el bolsillo donde escondías un pequeño destornillador, la lección de Camilo: “siempre llevar algo pequeño para forzar cerraduras”. Lo sentiste frío contra la palma de tu mano, un hilo de esperanza.
Intentaste mantener la calma. Escuchaste cómo uno de ellos hablaba por teléfono, mencionando una palabra que te heló: “Ramos”. Tu corazón se fue a mil. Sabías el nombre, lo habías escuchado en bocas temblorosas, en la confesión del atacante detenido. Y ahora estaba ahí, sonando como una sentencia.
Te arriesgaste: con la otra mano, libre, buscaste la cerradura interior de la puerta. El destornillador chirrió, hiciste fuerza, la chapa cedió un milímetro. No había mucho tiempo. Empujaste, tiraste de la manija: la puerta se abrió apenas un hueco y viste la calle —un par de coches en movimiento, nadie prestando atención—. Un instante para saltar. Lo intentaste: te estiraste y te preparaste para lanzarte.
Pero la segunda mano fue más rápida: te agarraron del tobillo y tiraron con fuerza. Caíste dentro otra vez, tu cabeza golpeó el metal, las luces del interior te cegaron por un segundo. Esta vez no hubo escape; te vendaron los ojos con un pañuelo grueso y te amarraron las manos con una cuerda dura que mordía la piel. Escuchaste risas contenidas y la voz del de la gorra que dijo:
—Llevadla al lugar. Ramos quiere que la llevemos intacta.
El viaje se hizo eterno. Intentaste calmarte repetidamente: respirar, recordar las llaves ocultas, las técnicas. No sabías cuánto tiempo había pasado cuando finalmente la furgoneta se detuvo. Fueron brazos recios que te hicieron bajar en silencio, pisadas rápidas, una puerta que se cerró detrás de ti. El frío del lugar te caló: un almacén vacío, olor a moho y madera vieja. Alguien dejó caer una lámpara; la oscuridad fue total hasta que una luz débil se encendió en la distancia.
Te hablaron sin mostrarte rostro, con voces que parecía atribuirte a personajes ya oídos en rumores:
—Bienvenida, Sara. Tú no tenías que meterte en esto. Ramos, adelante.
La voz que contestó era más profunda, pausada, con un deje que te recorrió la espalda. Sabías que no era un hombre sencillo: era la calma del que planea. Dijeron un nombre que no necesitaste escuchar para entender: El Lobo. Un escalofrío te atravesó la nuca. Te llevaron a una silla, te ataron con precisión militar y te dejaron allí, con la venda en los ojos, las manos a la espalda y la respiración acelerada.
Mientras estabas atada, trataste de recordar cada lección de Camilo: evaluar, escuchar, forzar, atraer atención. Pusiste la cara contra la madera de la silla y trataste de deslizar la cuerda hacia el borde de la mesa. Notaste algo: uno de los guardias dejó caer un encendedor metálico al pasar. Con las puntas de los dedos, lo empujaste hasta alcanzarlo; lo abriste con la boca, intentaste calentar un extremo de la cuerda para que se aflojara… pero entonces, pasos. Un peso sobre la mesa. Una risa baja. Se acercaron, más voces y la llama del encendedor se apagó.
—Así que la chica intenta escapar —dijo una voz—. Le dará tiempo de sobra al Lobo para decidir.
Te quedaste en silencio, apretando los dientes para no llorar, para no gritar el nombre de Camilo. Querías llamarlo, pero no había teléfono, ni señal, solo madera, hierro y la ausencia pesada de quien te protegía.
Horas después —o eso sentiste— alguien abrió la puerta con brusquedad. Un guardia entró con prisa, esta vez con un papel en la mano. Se acercaron y hablaron en voz más baja sobre un cambio de plan. Notaste las pisadas marcharse, la puerta cerrarse con llave. Todo quedó en silencio otra vez. Tu corazón latía como si quisiera salir del pecho. Intentaste mantener la fe.
Mientras tanto, en un parque a tres calles de tu edificio, Camilo estaba lejos, en una operación para seguir una pista que creía sería una trampa menor. Tenía que interceptar al cómplice liberado, pensó. No imaginó que el blanco real sería ahora tú. A media tarde su radio tronó con noticias que lo dejaron frío: la furgoneta reportada por un vecino, huellas en el portón. Su pecho se apretó y su instinto explotó en movimiento. Llamó a refuerzos. Regresó a toda prisa hacia el edificio… y encontró la puerta abierta, marcas en la acera, una bata olvidada en el suelo.
Editado: 14.10.2025