capitulo 5: El secuestro
Ramos se inclina hacia ti con esa sonrisa fría como cuchillo y susurra al oído:
—Preciosa, tu amado Camilo ya llegará, creo —su aliento te roza la mejilla—. No te enojes, preciosa… tú vas a venir conmigo, bebé. ¡Ja ja ja!
Un escalofrío te recorre la columna vertebral pero, al mismo tiempo, una rabia caliente te prende por dentro. Sientes cada palabra como un desafío. Contra todo pronóstico no gritas; mantienes la calma exterior porque sabes que la calma es más peligrosa para ellos que la furia.
Ramos se separa un paso y suelta una carcajada. Uno de los tipos ilumina tu rostro con una linterna vieja, queriendo humillarte. Tú respiras hondo y recuerdas: “evaluar, esperar, aprovechar el momento”.
Mientras hablan, finges doblarte hacia adelante, como cansada, y con el borde de la silla rozas la palma donde aún tienes el destornillador pequeño que lograste ocultar. Está frío, pero firme entre los dedos. Ramos se alarga para tocarte el brazo, confiado. Ese es el instante que necesitas.
Con un movimiento medido y silencioso, presionas el metal contra la cuerda que te sujeta por detrás. Notas cómo la fibra cruje; el calor del esfuerzo y el miedo mezclados te suben a la garganta. Ramos sigue hablando, disfrutando, sin mirar la mano que lo está traicionando. Consigues abrir lo suficiente la soga para deslizar los dedos hacia adelante.
Entonces ocurre: Ramos se inclina de nuevo para reír en tu oído y, en el mismo gesto, clavas la uña del pulgar en la piel de su mano, rascando. Él se sobresalta, suelta un gruñido. Aprovechas el ruido para arrancarte hacia un lado con fuerza, ya libre de la tensión completa. La silla cruje. Uno de los secuaces intenta agarrarte, pero le das un codazo directo al estómago aprendido en tus clases; el aire le sale con un jadeo.
—¡Ella se mueve! —grita uno.
Desde la penumbra, tu vista se adapta; ves la sombra de Ramos avanzando hacia ti con rabia, y justo cuando va a tomar impulso, una figura aparece en la puerta del almacén como una sombra cortante: Camilo. No entró con barullo; entró con precisión. Su respiración está contenida, su mirada es acero templado.
—¡Nadie se mueva! —ordena con voz cargada, y por primera vez en mucho tiempo oyes miedo en la voz de los otros; ahora ellos saben que la persona que protegía tu vida está enfrente.
Ramos se gira, sorprendido, y en lugar de huir, es él quien sonríe, desafiando:
—¿Camilo? No lo esperábamos tan pronto.
Camilo no pierde tiempo. Dos de los hombres intentan reaccionar; Camilo corta la distancia con movimientos secos: en un instante desarma a uno con una llave rápida y tira al otro al suelo con una barrida controlada que tú practicaste mil veces. No hay estridencias; todo es dominio. Ramos retrocede, evalúa la salida. Tú, todavía latiendo con rabia y adrenalina, te lanzas hacia Camilo y él te cubre con el cuerpo como un escudo.
—¿Estás bien? —pregunta, sin borrar la tensión—. ¿Te lastimaron?
Antes de que puedas responder, Ramos saca un arma corta y dispara al suelo —un estruendo que te encoge los oídos—, y aprovecha el caos para intentar escapar por una puerta trasera. Camilo reacciona al mismo segundo: corre tras él, con uno de los secuaces entre medias. Se oyen golpes, un forcejeo, un grito que corta la respiración. Tú aprovechas para correr hacia la entrada principal, para alertar a la policía que ya debería estar en camino (Camilo llamó refuerzos). Agarras el teléfono tirado en el suelo y marcas con mano temblorosa.
En los minutos que parecen horas, ves a Camilo volver tropezando, con una cortada en la ceja, pero con algo en la mirada que te dice que hizo lo que pudo: uno de los hombres yace inmovilizado; Ramos no está. En su lugar, en el suelo, quedó algo que él dejó al huir: una medalla metálica con el emblema de una organización—un nombre que Camilo reconoce y aprieta entre los dedos.
—Se fue por la salida trasera —dice Camilo, respirando fuerte—. Pero no por mucho. Tengo su rastro. No dejaré que desaparezca.
Se arrodilla frente a ti y, esta vez, no hay formalidad entre ustedes: solo alivio, miedo y un cariño crudo que no se cuela por las palabras.
Te rodea con sus brazos un momento largo, sin hablar. Sientes su corazón golpeando contra tu sien. No es el final: Ramos escapó, la amenaza sigue, pero tú ya no estás sola y, más importante, dejaste de ser completamente indefensa.
—Lo siento —murmura Camilo junto a tu oído—. Perdón por no estar cuando te necesitaba. Pero te prometo que no lo volveré a permitir.
Tú lo miras, con los ojos húmedos y la rabia aún viva. Contestas con voz que tiembla pero se sostiene:
—No más promesas que no puedas cumplir. Entreno para esto. Pero gracias por venir.
Él asiente, y al fondo, a lo lejos, se oyen las sirenas que anuncian la llegada de la policía. Afuera la noche respira y, dentro, el lazo entre los dos se ha vuelto aún más fuerte y complicado. Sabes que vendrán más batallas —y que ahora, al menos, pelearéis juntos.
Editado: 14.10.2025