Capítulo 6: Cumpleaños de acero
El frío de la madrugada ya no te calaba como antes. Habías cambiado —no solo por fuera, sino por dentro—. Tu pelo lo llevabas recogido en una coleta alta y práctica; tu ropa, más sobria y funcional, mostraba la nueva Sara: más firme, más preparada. Habías afinado la mirada, el gesto, hasta la manera de respirar en tensión. Camilo lo notó desde el primer segundo que te vio después del almacén: su ceño se ablandó y, a la vez, algo en él se tensó porque ya no eras la chica que necesitaba proteger a cada paso. Eras, claramente, alguien que podía golpearle el hombro y reírse si quería.
—¿Cumpleaños? —preguntó él con una media sonrisa, sorprendido por la calma que te envolvía.
Asentiste. Era tu cumpleaños ese día. Esperabas una tarta sencilla, un café robado entre planes y contramedidas, tal vez una broma suya. Pero lo importante no era el pastel: era demostrarte a ti misma que te habías transformado.
—Hoy cumplo dieciocho —dijiste con voz firme—. Y no quiero que me felicites porque soy frágil. Quiero que lo digas porque sobreviví y porque vamos a ir por Ramos después del amanecer.
Camilo se acercó con una expresión que era mezcla de orgullo y algo parecido a celos: orgulloso porque habías crecido, celoso porque ese crecimiento te hacía un poco menos suya, en el sentido protector. Sin embargo la ternura seguía ahí, intacta, bajo la armadura.
—Entonces felicidades, Sara. Feliz… —vacila y al final añade— feliz cumpleaños. Y si vas a ser mi rival en fuerza, al menos déjame ser tu aliado en la venganza.
Te reíste, corta y sincera. Le diste un codazo en el brazo, demostrando que en efecto ya podías pegarle y aguantarle la mirada.
—No rival —corrigiste—. Socia. Y primero… desayuno. Después Ramos.
Esa mañana se respiraba una calma tensa. La medalla que Ramos dejó en el suelo era la pista: un emblema de una red criminal con presencia en la costa norte. Camilo había rastreado contactos, hablado con policías de confianza y trazado un plan provisional. Pero esta vez la estrategia sería diferente: tú llevabas el timón de una parte —la infiltración y la distracción— y él dirigiría el apoyo y la cobertura exterior. Habías insistido. Él dudó, pero cedió; confió.
En el coche, camino a la localización posible, ambos estaban callados. No era tensión incómoda, sino concentración. Te notaste distinta: el miedo todavía pinchaba cuando imaginabas peores escenarios, pero la rabia se había convertido en herramienta. Pensabas con cuidado, anticipando, midiendo cada paso. Habías aprendido que las emociones eran aliadas si se usaban bien —y que el cariño por Camilo no era escudo para la razón.
—Antes de que lleguemos —dijo Camilo, mirando de reojo—, prométeme que no harás ninguna locura por lucir valiente.
Lo miraste con seriedad y con un brillo que antes no hubieras tenido.
—Prometo no ser imprudente. Prometo —y luego, con una sonrisa atrevida— que si quieres sorprenderme por mi cumpleaños, que sea con algo que me deje pelear a tu lado y no que me alces en brazos como un trofeo.
Él soltó una pequeña carcajada que se volvió en algo más suave y atento. Había ternura, sí, pero también respeto: te estaba viendo como compañera.
Al llegar al lugar, el plan se desplegó. Tú entraste con paso seguro por la fachada lateral, con la excusa de una entrega falsa que preparaste con el equipo. Camilo y el resto se colocaron en posiciones estratégicas. Todo iba según lo previsto hasta que el vehículo de la red apareció adelantando el movimiento —alguien los había adelantado—. Tu pulso subió, pero la calma no te abandonó. Recuerdas todo lo aprendido: respiración, lectura del entorno, prioridad en la misión y en la seguridad.
La emboscada derivó en tensión: disparos de advertencia, carreras, maniobras rápidas. Pero la diferencia esta vez fue palpable: lideraste la retirada segura de un civil atrapado, inmovilizaste a un criminal con una llave que aprendiste días antes y, en un momento crítico, cubriste la retaguardia de Camilo cuando alguien intentó rodearlo. Él te miró, impresionado y con una mezcla de orgullo y algo parecido a conquista.
Cuando toda la operación terminó —con algunos detenidos y la información recogida sobre la ubicación probable de Ramos—, volvisteis al coche. El sol bajaba, teñiendo la ciudad de dorado. Camilo abrió la guantera y sacó una pequeña caja: dentro había una porción de pastel de chocolate y una vela encendida, tomada de una cafetería cercana —pequeño, humilde, perfecto. Sonrió como un niño.
—Te dije que no me dejarías hacerlo todo sola —dijo—. Pero pude al menos conseguir esto.
Te emocionaste —no por el pastel, sino por la intención—. Soplaste la vela. Al apagarla, por un segundo, los dos se quedaron en silencio, respirando el mismo aire. Fue un cumpleaños extraño: con adrenalina, sabor a metal y promesas no pronunciadas, pero también un recordatorio de que habías cambiado. Ya no eras la chica que necesitaba ser rescatada; eras una compañera de batalla.
—Gracias por no quitarme la oportunidad de luchar —murmuraste, apoyando la cabeza en su hombro por un instante—. Pero recuerda: sigo siendo más fuerte que tú en… muchas cosas.
Él te dio un beso suave en la frente, mitad broma, mitad verdad.
—Lo acepto. Pero en lo que importa, sigo siendo tu guardaespaldas. Y eso no va a cambiar.
Te abrazaste a esa contradicción y sonreíste. Afuera, la pista de la medalla llevaba ahora a un lugar más concreto: una casona en las afueras donde supuestamente Ramos podía estar reuniendo a su gente. Teníais la determinación y los datos. Teníais un equipo. Y teníais, también, la nueva Sara: más segura, más letal y con sentimientos que cambiaban tan rápido como su estilo.
Editado: 14.10.2025