Siempre hay una mirada que dura un segundo, pero te persigue todo el día.
La mía pasó esta mañana, en el pasillo del segundo piso. Justo antes de que se cayera mi audífono al suelo y todo el mundo lo pisara sin querer. Justo antes de que él me dijera "Hey", como si mi nombre fuera ese. Como si conociera el sonido de mi voz.
No lo conoce.
Nadie lo conoce.
Y así estoy bien.
O al menos eso intento creer.
Me llamo Zoe Duarte. Tengo 18 años. Y soy buena en tres cosas:
1. Caminar sin que me noten.
2. Contener el aire cuando me invade un recuerdo.
3. Fingir que estoy bien mientras me deshago por dentro.
Me senté al fondo del aula, como siempre. Mochila en el regazo, cuaderno en blanco, audífonos a medio funcionar. Es mejor así. Si escucho música, no escucho lo que dicen. Si no escucho lo que dicen, no me importa.
O eso me repito.
El lugar se llenó rápido. Voces, pasos, carcajadas. Todo me irrita un poco. Todo es demasiado para alguien que intenta simplemente existir sin derrumbarse.
—Tormentita —escucho.
No levanto la cabeza. Estoy segura de que no es para mí.
—Ey —repite una voz masculina—. ¿Estás sorda o solo ignoras al que te habla?
Levanto la mirada. Ahí está.
Sonrisa torcida.
Cabello castaño claro revuelto como si se peinara con los dedos.
Camisa abierta. Cadena de plata. Ojos claros que parecen saber demasiado.
Y esa mirada… esa forma en la que te desviste sin tocarte.
Ya lo conozco. El tipo de chico que no se queda mucho tiempo.
El tipo que colecciona cuerpos, no historias.
—¿Tormentita? —repito, sin emoción.
—Sí. Tienes cara de que el mundo te jodió y aún no lo superas. Me gusta eso.
—Qué lindo, todo un poeta.
—¿Lo ves? Ya me estás cayendo bien.
No sonrío. Él tampoco espera que lo haga. Solo se sienta en el banco de atrás, con la confianza de quien siempre obtiene lo que quiere.
—Soy Leo, por si querías gritar mi nombre más tarde.
—¿En tus sueños?
—En los tuyos, ojalá.
O en mi cama, si prefieres saltarte las formalidades.
Mis cejas se alzan, incrédulas.
—Ni aunque fueras el último tipo sobre la Tierra.
—Eso ya me lo dijeron antes. Y luego terminaron en mi cama.
—Conmigo no.
—Ya veremos.
Lo que nadie sabe:
Fui secuestrada a los quince.
Estuve desaparecida tres días.
Vi a alguien morir.
Y sobreviví.
Sobreviví… pero no volví igual.
Leo no lo sabe. Nadie lo sabe. Excepto mi Jessica mi hermana del alma y Camila.
Mi mejor amiga.
La que me llama “Z” y dice que me cuida.
La misma que se ríe más de la cuenta y coquetea con medio salón.
Yo no cuento detalles.
No le digo a nadie que aún me duele respirar ciertos días.
Que hay noches en las que me encierro en el baño para no gritar.
Y sin embargo, aquí estoy.
Viviendo.
Respirando.
Fingiendo.
—¿Siempre tan simpática? —Leo me lanza una mirada por encima del hombro.
—¿Siempre tan desesperado?
Él ríe.
Esa risa que suena a vicio. A peligro. A trampas con nombre propio.
—Me gusta una chica con carácter.
—Me alegra no gustarte entonces.
Se queda mirándome.
No con ternura.
Con hambre.
—No vas a durar mucho sin caer, Tormentita.
—No vas a durar mucho si sigues hablando así.
Su sonrisa se curva como si le divirtiera.
Como si yo fuera solo un nuevo reto que romper.
Pero no soy eso.
No otra vez.
Me pongo el audífono que aún funciona y subo el volumen.
El ruido es mejor que sus palabras.
Porque a veces, el silencio roto… es más seguro que cualquier tentación disfrazada de sonrisa.
El audífono hace un chasquido feo.
Mi playlist se corta justo en una canción suave y me obliga a escuchar el mundo de nuevo.
—¿No te molesta cargar tanto dolor? —susurra Leo, desde atrás.
—¿No te molesta cargar tanto ego?
Lo escucho reír bajo. Una carcajada contenida, como si acabara de leer mi expediente emocional.
—No te enfades, Tormentita. Solo digo lo que veo.
—Entonces ve para otro lado.
—Ya no puedo.
Silencio.
Me tenso. Sus palabras suenan como si realmente no tuviera opción. Como si ya me hubiera escogido… y eso fuera suficiente para él.
Pero yo no soy algo que se elige.
No soy un cuerpo para pasar el rato.
Y menos por un tipo que trata el deseo como una tarjeta sin límite.