La burla no empieza con un grito.
Empieza con una risa.
Pequeña. Sucia. Casi imperceptible.
Y esa mañana, había muchas.
Yo estaba en el pasillo, revolviendo mi mochila para encontrar unos papeles, cuando escuché la primera:
—Zoe la puritana —murmuró alguien detrás.
No levanté la cabeza.
—La monjita del salón —dijo otra voz, más cerca.
—¿Quién va a querer a una loca que ni se deja tocar?
Tragué saliva. Mis manos se apretaron sobre los cuadernos. Era como si me empujaran hacia un rincón sin moverme. Como si me llenaran de barro el corazón.
Y lo peor no fue lo que dijeron.
Fue quién lo escuchó.
Leo.
Estaba apoyado en la pared del fondo, audífonos colgando del cuello. No se rió. No fingió indiferencia. Lo vi fruncir el ceño, apretar la mandíbula. Se le tensaron los músculos del cuello y los puños. Como si se contuviera a punto de estallar.
Yo me fui.
Porque si me quedaba, lloraba.
Y si lloraba… perdía.
El aula ya estaba medio llena. Me senté en mi puesto, escondiendo el rostro detrás del cabello. Jessica llegó después, se sentó al otro lado del salón, pero me lanzó una mirada cargada de preocupación.
Entonces, Camila se sentó a mi lado. Traía un caramelo en la mano y su sonrisa de siempre.
—Ignóralos —me dijo sin mirarme del todo—. Hay gente que no soporta a una chica que se hace la santa.
Me congelé.
Esa frase la había leído antes.
En el blog.
Exacta. Palabra por palabra.
“La chica que se cree santa.
La que no se deja tocar.
La que finge pureza mientras es un caos con piernas.”
Tragué saliva.
Vi su celular. Estaba desbloqueado, como si no le importara que lo viera. Una pestaña del navegador seguía abierta.
ShadowFox. Entrada nueva.
Mi estómago se cerró.
Pero no dije nada.
No tenía pruebas.
Y, si me equivocaba, perdía lo único que parecía amistad. Aunque fuera una mentira.
En clase, intenté concentrarme, pero los murmullos seguían. Alguien se rió detrás de mí y otro murmuró “virgen insípida”.
Leo me miró.
Lo sentí. Su mirada. Firme, clavada en mi nuca.
Cuando me di la vuelta, me pasó una hoja de su cuaderno. Era su letra.
"¿Te molesta que me siente cerca?"
Le respondí en otra hoja.
"Me molesta que todos piensen que me conocen."
Él escribió algo más.
"Yo no te conozco. Pero quiero entender por qué te duele tanto todo."
No supe qué responderle. Me limité a doblar el papel y guardarlo.
En el recreo, Jessica me jaló detrás del quiosco. Su celular estaba en su mano, temblando.
—Z, escucha —dijo en voz baja—. Esta entrada del blog… ¿no te parece raro que coincida con lo que hablaste con Camila esta mañana?
Me quedé en silencio.
—No quiero que pienses que exagero —siguió—, pero Camila se pasa hablando contigo, y después aparece una publicación con tus frases, con tus emociones exactas… No es normal.
—Jess… no tengo pruebas.
—¿Y necesitas pruebas para saber lo que ya sientes?
No respondí.
Porque sí. Lo sentía. Muy dentro.
Pero tenía miedo de quedarme sin nadie.
Volvimos al aula para la última hora. El ambiente pesaba como si el aire se hubiera vuelto agua espesa. El zumbido de las luces, los cuadernos, las miradas... todo era demasiado.
Mi cabeza giraba. Mi cuerpo temblaba. No había comido nada desde el día anterior. Ni tenía intención.
Y el blog seguía ahí.
Publicando.
Hiriendo.
Clavando palabras como cuchillas.
“La monjita se desmayó.
Tal vez si comiera más y se creyera menos mártir… no daría lástima."
No sabía si llorar, vomitar o romper algo.
Mi respiración se hizo superficial. Rápida.
Jessica me miró. Elías también.
Todo empezó a desvanecerse.
Mis dedos perdieron fuerza. El cuaderno cayó.
—¡Profe! —escuché la voz de Jessica— ¡Zoe se va a desmayar!
Lo último que vi fueron unos zapatos negros acercándose.