Lunes.
Otra vez.
Pero esta vez, el aire pesaba distinto.
Ya no era el mismo silencio cargado.
Ahora era un silencio expectante.
Como si todos supieran que algo se rompió… y que alguien va a tener que recoger los pedazos.
Y no fui yo.
—¿Ya supiste? —Jessica se sentó a mi lado en el recreo, con los ojos encendidos.
—¿Qué cosa?
—Camila fue arrestada por acoso virtual.
Mi estómago dio una vuelta entera.
—¿Quién lo hizo?
—Anónimo. Pero yo sé quién.
—¿Tú?
Jessica sonrió, con una de esas sonrisas que no necesitan confirmación.
—Alguien tenía que hacerlo, ¿no?
Me quedé en silencio un segundo. Luego, sin poder evitarlo, la abracé.
Fuerte.
Como si mi cuerpo recordara todo lo que ella hizo sin que yo se lo pidiera.
—Te amo —le dije, sin pensarlo.
Jessica se rió bajito.
—No tanto como yo a ti, Z.
Pero hubo algo más en su voz.
Un temblor.
Una pausa extra.
Como si hubiera querido decir otra cosa… pero no se atreviera.
Como si estuviera sosteniendo un secreto enorme con la punta de los dedos.
La miré de reojo.
Y entonces lo vi.
No era solo cariño.
Era algo más.
Después de clases, me acompañó hasta el portón.
Leo no había llegado aún.
Elías pasó con su mochila, levantó la mano en señal de saludo y se fue sin decir nada.
Siempre silencioso.
Siempre observando.
Jessica y yo nos quedamos solas.
—Z… ¿puedo preguntarte algo?
—Claro.
—¿Tú crees que está mal… si alguien se enamora de otra chica?
Me congelé un segundo.
La miré.
Ella no me miraba a mí.
Estaba mirando a una rubia del salón paralelo.
Támara.
—No creo que esté mal —le respondí, bajito—.
Creo que está bien si es amor. Si es real.
Si no hiere.
Jessica tragó saliva.
—¿Y si da miedo?
—Todo lo que vale la pena, da miedo.
Por fin me miró.
Sus ojos estaban rojos, pero no de tristeza.
De alivio.
—Gracias —dijo.
—Por siempre saber cuándo decir lo justo.
Justo en ese momento, el auto de Leo se detuvo frente al colegio.
Bajó la ventanilla.
—Tormentita, ¿te llevo?
Jessica me dio un empujón suave.
—Ve. Pero no te olvides de mí cuando seas feliz, ¿sí?
Le sonreí.
—Tú también vas a serlo, Jess.
Te lo juro.
Subí al auto.
Leo puso mi canción favorita sin que se la pidiera.
Y mientras manejaba, me lanzó una mirada rápida y suave, como si ya me conociera por dentro.
—¿Sabías que cuando te ríes, se me olvida todo lo malo?
No supe qué decir.
Solo reí.
Y por un instante, todo dolió menos.
Todo estaba bien.
O eso parecía.
Hasta que no lo estuvo.
Estábamos a tres cuadras de mi casa.
Leo tenía la mano derecha sobre la palanca de cambios, la izquierda en el volante.
El clima perfecto, su auto impecable, la música suave.
Y entonces, lo vi.
Una calle vacía.
Una bolsa negra arrastrándose con el viento.
Una pared grafiteada con la palabra "presa".
Y todo se activó.
Otra vez.
Mi respiración se cortó.
Mis dedos se apretaron sobre mis piernas.
El pecho me ardía.
“Estás de nuevo ahí.”
En ese cuarto.
Oscuro.
Frío.
Sin salida.
“Otra vez sin voz. Otra vez sola. Otra vez…”
—Zoe —escuché a Leo, su voz más lejos de lo que estaba—. Ey, ¿qué pasa?
No podía contestar.
No podía hablar.
Solo sentía el temblor, el sudor frío, el cuerpo paralizado.
—Zoe, mírame.
El auto se detuvo.
Él salió, rodeó el coche y me abrió la puerta.
Me desabrochó el cinturón con cuidado y me cargó.
Sí, estilo princesa.
Como si no me pesaran ni los huesos ni el dolor.
—Te tengo, Tormentita.
—Respira. Estoy contigo.
Me apoyó contra su pecho mientras caminaba hacia un pequeño parque vacío, bajó conmigo en una banca y me sostuvo como si el mundo se partiera en dos… y él fuera la costura.
—No estás ahí.
—Estás conmigo.
—Es 2025. Estás a salvo.
—Estás… a salvo.