No esperaba verla.
No después de todo.
No después de que se supo que Camila era la del blog.
Que los mensajes anónimos, las frases crueles, los secretos… venían de ella.
Pero ahí estaba.
En la puerta de mi casa.
Con la misma sonrisa envenenada.
Con el mismo tono de “yo no fui”.
—Hola, Z —dijo, como si no hubiese destruido todo—. ¿Podemos hablar?
No respondí. Solo retrocedí un paso.
—¿Qué haces acá?
—Vine a explicarte.
—¿A justificarte?
—No… a decirte que no fue tan grave como crees.
Me reí sin humor.
—Ah, no fue tan grave… ¿Y que te arrestaran por acoso virtual? ¿Eso tampoco es grave?
Camila parpadeó.
Su sonrisa apenas se movió.
—Eso fue un malentendido. La policía exagera… y tú también.
—¿Un malentendido? —sentí mi voz quebrarse, pero no de tristeza, sino de pura rabia—. Tenías perfiles falsos, publicabas indirectas, inventabas rumores… y me atacabas cada día. Eso no es un malentendido, Camila. Eso es crueldad.
Ella dio un paso hacia mí, como si quisiera que su veneno se sintiera más cerca.
—Todo el mundo me odia, Zoe. Me suspendieron, me quitaron el blog, me reportaron en redes… ¿Y tú? Tú estás recibiendo cartitas de apoyo y mensajes de “fuerza, guerrera”.
—Porque yo no te destruí.
—¡Yo tampoco! Solo escribí lo que pensaba.
—¿Y pensabas que merecía que se burlaran de mi secuestro? ¿Que dijeran que me lo inventé para llamar la atención?
—¡No dije eso!
—¡Sí lo hiciste! Solo que lo disfrazaste de sarcasmo, con indirectas. Pero eras tú.
Mi voz temblaba.
No de miedo.
De rabia.
De asco.
De desilusión.
Mi mamá apareció detrás de mí. Escuchó lo último. Y su rostro cambió.
—¿Camila? —preguntó, incrédula.
—Señora… —empezó a decir.
Pero mi mamá la miró con una dureza que helaba.
—Yo te abrí las puertas de esta casa, Camila. Te preparé comida. Te traté como a una hija.
—Señora, por favor…
—Y tú le clavabas cuchillos a mi hija desde una computadora.
Camila bajó la mirada.
Pero no por arrepentimiento.
Sino por orgullo herido.
—Zoe no es una santa —escupió—. Se hace la víctima, pero manipula a todos. A Jessica, a Elías… y a Leo.
Y ahí lo dijo.
El verdadero objetivo.
El veneno final.
—Ah, claro —me reí sin humor—. Esto es por Leo.
Camila me miró como si la hubiera sorprendido robando.
—Él nunca va a quererte de verdad, Zoe. Solo eres su nuevo juguete.
—Y tú —respondí—, nunca vas a saber lo que es que alguien te ame sin condiciones.
Mi mamá me tomó de la mano. La sentí temblar.
—Vete, Camila. No vuelvas. Nunca más.
Y así fue.
Camila se fue.
Sin disculpas reales.
Sin redención.
Solo con su veneno, que ya nadie quiere beber.
Cerramos la puerta.
Me dejé caer en el suelo.
—¿Por qué no me dijiste que sufrías tanto? —preguntó mi mamá, arrodillándose junto a mí.
—Porque me daba vergüenza. Porque no sabía cómo. Porque… no quería que me vieras rota.
Ella me abrazó.
—Zoe… no estás rota. Estás viva. Y mientras estés viva, vas a poder sanar.
Esa noche no le escribí a nadie.
Solo recé:
Gracias, Dios. Por mostrarme quién no. Y por recordarme quién sí.
A las 11:27 p.m., sonó mi celular.
Leo.
"Zoe… ¿estás despierta?"
No respondí.
"Solo dime si estás bien."
Cinco minutos después, otro mensaje:
"Perdón si fui parte de lo que te duele. No quiero ser otra herida para ti. Quiero ser refugio… si me dejas."
Abrí la ventana.
El cielo estaba despejado.
Las estrellas eran lo único que no me hacía daño esa noche.
"Estoy triste, Leo. No quiero hablar. Pero quiero que estés."
No pasaron ni diez minutos.
Un motor se detuvo afuera.
Salí.
Y ahí estaba.
Con sudadera, el cabello algo despeinado… y sus hermosos ojos brillando con la luz .
—Perdón por venir sin avisar —dijo—. Pero cuando dijiste que querías que esté… no pude quedarme en mi casa.
Me abrió los brazos.
Y me sostuvo.