Las delicadas campanas de viento repicaban suavemente, impulsadas por la brisa primaveral que atravesaba el jardín interior del pabellón familiar. Los ciruelos estaban en flor, y el cielo de la ciudad de Jinshu era tan claro como un espejo pulido. Era un día hermoso. Uno que, en su otra vida, Mei Ling habría disfrutado sin preocupación, quizás escribiendo poesía o pintando al pie del estanque. Pero ese día, su mirada estaba fija en el reflejo del agua, inmóvil como una estatua, y su corazón latía con una mezcla de lucidez y rencor.
Estaba viva.
Había muerto… y sin embargo, allí estaba. Sentía todavía la presión en su pecho de la cuerda que una vez envolvió su cuello. El sabor amargo de la desilusión aún le cubría la lengua. Su mente —como una pintura mal borrada— conservaba con dolorosa nitidez cada escena de su vida anterior: su llegada al palacio imperial como esposa del príncipe heredero Zhen, su lento desvanecimiento en las sombras del harén, su amor ignorado, sus lágrimas ocultas tras las sedas… y su final. Sola. Olvidada.
Pero ahora el cielo le ofrecía una segunda oportunidad.
«No cometeré el mismo error», pensó, cerrando los dedos sobre la tela de su falda. La determinación se grabó en su pecho como un sello ardiente.
—Ling'er, —llamó su madre desde la puerta—, vístete con tu mejor hanfu. Partimos hoy mismo. Tu padre ha recibido una orden del palacio. Nos presentaremos ante los emperadores.
El corazón de Mei Ling se detuvo por un instante. Levantó la vista y leyó en el rostro sereno de su madre que no se trataba de una visita cualquiera. El eco de su destino pasado retumbó en sus sienes.
—¿Una orden...? —murmuró, sin moverse.
—No temas, pequeña flor. Solo debes mostrar tu gracia y modales. Todo saldrá bien —agregó su madre, sin notar la tensión en su hija.
Mei Ling forzó una sonrisa y asintió. Su madre no sabía —nadie lo sabía— que el futuro que le aguardaba entre las paredes doradas del palacio no era un sueño de seda, sino una prisión sin barrotes, decorada con engaños, deber y frialdad.
El viaje fue silencioso. Mei Ling observó los arrozales, los aldeanos que se detenían a inclinarse ante el carruaje oficial. El sol se alzaba sin piedad sobre los techos curvos de la Ciudad Imperial cuando llegaron.
El palacio resplandecía con una magnificencia casi irreal. Dragones dorados custodiaban los techos, las puertas eran altas como montañas, y el aroma de incienso llenaba el aire. Mei Ling, con su porte grácil y su vestido color perla, caminó junto a sus padres en silencio, sin decir una palabra mientras eran guiados por eunucos hacia el Pabellón de las Grullas Celestiales.
Allí, sentados sobre tronos tallados en jade y marfil, esperaban el Emperador y la Emperatriz, vestidos con atuendos imperiales adornados con símbolos de longevidad y sabiduría. A un lado, un joven de rostro sereno y expresión inescrutable observaba la entrada con indiferencia: el príncipe heredero Zhen.
Mei Ling lo reconoció al instante.
No por su vestimenta de príncipe, sino por su aura. Era el mismo hombre que la había destruido en otra vida. Alto, de facciones finas y ojos profundos como la tinta, mantenía una distancia invisible con todo lo que lo rodeaba. Su presencia imponía, pero también aislaba.
Y, sin embargo, ahora que lo veía nuevamente… ya no sentía amor.
Solo frialdad.
Se inclinó con la reverencia justa, ni más ni menos, y cuando alzó la cabeza, sus ojos se cruzaron fugazmente con los del príncipe. Él la miró con curiosidad pasajera… hasta que algo en su mirada lo hizo fruncir levemente el ceño.
No había admiración. No había temblor. Solo una serenidad helada.
La Emperatriz sonrió con cortesía.
—Hija del ministro Xuan, hemos escuchado de tu elegancia, tu caligrafía y tu talento musical. Nuestro Zhen aún no ha elegido esposa. Consideramos prudente que las jóvenes de familias nobles sean presentadas en persona.
Mei Ling inclinó la cabeza.
—Es un honor recibir vuestra atención, Majestad.
La voz le salió sin temblor, con una dulzura medida, sin calor. Su madre le apretó la mano con suavidad, sin notar que bajo esa máscara de cortesía, Mei Ling alzaba murallas de piedra.
—¿Podría demostrar alguna de sus habilidades? —preguntó el Emperador, con voz grave, señalando el guqin que había sido dispuesto al centro de la sala.
Era la misma escena que recordaba. En su vida pasada, había tocado con el alma desnuda. Cada nota había sido para Zhen. Había visto en sus ojos un atisbo de emoción. Había creído que… tal vez… sentía algo.
Mentiras.
Esta vez no cometería ese error.
Avanzó con lentitud, y justo antes de llegar al instrumento, tropezó deliberadamente. Su pie giró en falso y cayó de rodillas, ahogando una exclamación de dolor.
—¡Ling'er! —exclamó su madre, corriendo a sostenerla.
—Debo de haber torcido el tobillo... —murmuró ella, bajando la cabeza.
La reacción fue inmediata. Eunucos acudieron, y un médico del palacio fue llamado. Mei Ling se dejó vendar el pie, fingiendo dolor, y mientras lo hacía, alzó la vista solo una vez.
El príncipe Zhen la observaba.
No con fastidio, como habría hecho en su otra vida, sino con una atención aguda, como si midiera cada gesto. Su ceja derecha apenas se arqueó.
Ella bajó la mirada, satisfecha.
Una hora más tarde, mientras caminaban por uno de los jardines internos guiados por las damas del palacio, Mei Ling se mantenía en silencio, cojeando sutilmente, aunque ya sin la venda.
—¿Por qué hiciste eso? —susurró su madre—. Sabes tocar como un ruiseñor.
—No estaba segura de poder hacerlo bien delante de Su Alteza —respondió Mei Ling con suavidad, ocultando su intención.
No mentía del todo. No estaba segura de poder hacerlo sin que su corazón la traicionara.
Esa noche, se alojaron en una de las residencias secundarias del palacio, en espera de una respuesta oficial. Mei Ling se sentó junto a la ventana, contemplando el lago artificial. La luna se reflejaba en el agua. En su otra vida, había amado tanto a Zhen… había esperado tanto. Pero ahora sabía que el amor no se pide. No se suplica.