El silencio en la sala del Trono del Pabellón del Loto Dorado era tan profundo que se escuchaba el roce de las mangas de seda cada vez que un funcionario se movía. Era una mañana solemne, una de esas en las que el incienso ardía lentamente y el cielo se ocultaba tras nubes grises, como si incluso el cielo aguardara la decisión del heredero del trono imperial.
El Emperador estaba sentado en lo alto, sobre el trono de dragones entrelazados, flanqueado por la Emperatriz y tres concubinas imperiales. Frente a ellos, los ministros más importantes del imperio, los generales, los ancianos de la corte, los astrólogos y los enviados de clanes nobles aguardaban en sus respectivos lugares. Todos sabían por qué estaban allí: el príncipe heredero Zhen debía pronunciarse finalmente sobre su futura esposa.
El Emperador carraspeó, alzando ligeramente una ceja.
—Zhen, es momento de que hables. Ya han pasado tres ciclos lunares desde que convocamos a las jóvenes de las casas nobles para su presentación. Varias familias han mostrado su interés en forjar un lazo con la familia imperial. No puedes seguir postergándolo.
El príncipe Zhen se mantenía de pie frente a todos, con el porte sereno que lo caracterizaba. Su mirada recorría lentamente a los presentes, sin que sus facciones delataran emoción alguna.
Llevaba una túnica color jade oscuro, con bordados dorados de fénix entre nubes. En sus ojos oscuros, sin embargo, había un brillo distinto, uno que no había estado allí semanas atrás.
—Entiendo la urgencia, padre —dijo al fin, su voz firme, grave—. Y no deseo causar retrasos innecesarios. Por ello, he tomado una decisión.
Una oleada de murmullos se esparció por el salón. El consejero Lang, de barba larga y blanca, entrecerró los ojos con cautela.
—¿Acaso ya ha elegido, Alteza? —preguntó la Emperatriz, sorprendida—. ¿Sin hacer pruebas, sin permitirnos deliberar con los astrólogos? Hasta ahora no habías mostrado interés por ninguna de las candidatas.
Zhen asintió con calma.
—Porque ninguna me interesaba. Hasta que apareció ella.
Los rumores estallaron como chispas entre los ministros. Varios se enderezaron, otros intercambiaron miradas nerviosas. Algunos incluso dirigieron la mirada hacia el ministro Xuan, padre de Mei Ling, que se encontraba en la segunda hilera. El hombre, hasta ese momento impasible, abrió ligeramente los ojos.
—¿A quién te refieres, hijo mío? —preguntó el Emperador, aunque ya se podía intuir la respuesta.
El príncipe no vaciló.
—Mei Ling, hija del ministro Xuan.
Un silencio sepulcral cayó sobre la corte.
El general Qian frunció el ceño.
—¿La joven que fingió una lesión para no tocar el guqin? ¿Esa Mei Ling?
—¿La misma que apenas ha sido vista desde su llegada? —añadió otro noble con evidente desconcierto.
—No ha mostrado interés alguno por Su Alteza —murmuró una dama mayor del clan Yao.
—Precisamente —interrumpió Zhen, su voz aún tranquila, pero con un filo como el de una espada bajo seda—. No busca atraerme. No busca alzar su nombre sobre los demás. No se esfuerza en aparentar. No compite. No halaga. Y sin embargo, cada palabra suya está cargada de dignidad. Cada gesto tiene intención. No necesita adornos para sobresalir. Y eso, señores… es lo que esta corte necesita.
La Emperatriz bajó la mirada, pensativa. El Emperador lo observaba con más atención ahora, como si descubriera a un hijo diferente.
—¿Estás seguro? —preguntó—. ¿Sin pruebas, sin consultar a los astrólogos, sin esperar otra temporada?
Zhen alzó la mirada, sin temor.
—He observado suficiente. En esta corte sobran las máscaras. Mei Ling no tiene interés en usar una. El imperio no necesita una flor que se incline al sol del favor real. Necesita una mujer que se mantenga firme ante el viento, que no tiemble bajo la presión. Necesita una emperatriz que mire de frente. Y esa mujer… es ella.
Las palabras cayeron como campanas de bronce. Firmes. Innegables.
El ministro Xuan se arrodilló de inmediato, desconcertado.
—Majestades, Alteza… esta noticia nos toma por sorpresa. Mi hija no ha sido preparada para semejante responsabilidad. No estoy seguro de que esté lista…
—¿Y acaso no es precisamente esa la razón por la que es la indicada? —replicó Zhen, sin levantar la voz, pero deteniendo cualquier réplica—. No busca el poder. No lo desea. No lo necesita. Y por eso mismo, no será corrompida por él.
Los ancianos de la corte intercambiaron miradas. El astrólogo principal carraspeó.
—Con todo respeto, Alteza… debemos examinar los horóscopos, los elementos de sus signos, la compatibilidad. No podemos ignorar los cielos.
—Los cielos hablaron cuando ella me ignoró —respondió Zhen—. Y aún así, no pude dejar de pensar en ella. Los cielos no necesitan confirmación. Ya se han pronunciado.
La Emperatriz sonrió levemente, aunque sus ojos ocultaban preocupación.
—¿Y si ella no acepta, Zhen?
Por primera vez, el príncipe pareció dudar, aunque apenas fue perceptible. Luego volvió a alzar el mentón.
—Entonces haré lo necesario para que acepte. Pero no habrá otra. Ninguna más será llamada. Ninguna más será considerada.
El Emperador golpeó levemente el brazo del trono con su dedo anular.
—Has elegido con convicción. Muy bien. Si esa es tu decisión… que así sea. Emitiremos el decreto formal esta misma semana.
Las voces de protesta se silenciaron ante el tono final de su voz.
Pero dentro de muchas mentes, la intriga comenzaba a gestarse.
Mientras tanto, en el Pabellón de los Ciruelos Blancos, Mei Ling practicaba caligrafía con una joven dama enviada por la Emperatriz. Su mano era firme, sus trazos fluidos. El pincel se deslizaba como agua por la seda.
—Has escrito el carácter “constancia” diez veces —comentó la joven dama, divertida—. ¿Acaso deseas grabarlo en tu destino?
—Ya lo está —respondió Mei Ling sin levantar la vista.