El rumor llegó antes que el decreto, y la tensión que se tejió en la residencia de los Min fue más espesa que la niebla matinal sobre los lagos de Hangzhou.
Mei Ling se encontraba en el pabellón de estudio, revisando antiguos textos de estrategia militar que le gustaba leer en silencio, cuando su madre, la Dama Zhong, irrumpió con pasos medidos, pero el rostro tenso, como un lienzo agrietado por la sorpresa.
—Ling'er… —dijo con la voz baja, temerosa de los oídos de los sirvientes—. El Emperador ha decretado el compromiso.
Mei Ling no respondió de inmediato. Su mano se detuvo sobre el pergamino abierto, y sus ojos, hasta entonces serenos, se alzaron lentamente hacia su madre. La brisa agitó los bordes de su túnica celeste, mientras su rostro se mantenía impasible.
—¿Compromiso?
—Con Su Alteza el príncipe heredero… Zhen.
El silencio cayó como una piedra al agua. Los rumores de su elección habían circulado entre los pasillos de jade y los jardines floridos desde su presentación, pero Mei Ling había guardado la esperanza de que su fingida lesión y su distante compostura bastaran para alejar cualquier interés. Al parecer, había fracasado… o más bien, lo contrario: lo había atraído.
—El decreto será anunciado oficialmente esta tarde en el Salón de las Grullas Doradas, frente a la corte —continuó su madre—. No estarás presente. Las palabras del Emperador bastan.
Mei Ling se incorporó con elegancia. Cada movimiento suyo era una lección de contención, pero por dentro, sentía el mismo vértigo que en su otra vida, cuando el palacio la engulló como una prisión dorada. Aquella vez, por amor. Esta vez, por obstinación ajena.
—Entiendo —dijo, sin rastro de emoción.
Su madre la miró con incertidumbre, como si esperara súplica, lágrimas, o siquiera una queja. Pero Mei Ling no era la joven ingenua de años atrás. No era la esposa desechada que se lanzó al vacío con el corazón hecho cenizas. Esta vez, no se dejaría arrastrar.
El anuncio fue recibido con sorpresa e incredulidad.
En el Salón de las Grullas Doradas, rodeado de pilares rojos y dragones tallados en oro, el Emperador, con su imponente túnica escarlata bordada en hilos de sol, leyó el decreto ante los cortesanos:
“Por orden del Mandato Celestial, se decreta el compromiso entre Su Alteza Imperial, el príncipe heredero Zhen, y la hija del Ministro de Ritos, la señorita Min Mei Ling. Que los cielos bendigan esta unión.”
Los murmullos recorrieron el salón como un río oculto. Todos sabían que Zhen había despreciado a decenas de candidatas de linaje impecable. Su rechazo había sido constante, su indiferencia legendaria. ¿Y ahora? ¿La hija de Min? La joven que ni siquiera intentó agradarle.
Un viejo consejero se inclinó discretamente hacia su compañero.
—¿No es ella la que fingió estar lesionada para no danzar?
—Sí… y aún así, el príncipe la elige.
Al frente, el propio Zhen mantenía el rostro sereno, pero en sus ojos danzaba una chispa. No era solo terquedad. Era curiosidad. Era desafío. Era... fascinación.
Tras la lectura del decreto, uno de los ministros se adelantó y rompió el protocolo con cautela:
—Majestad, si me es permitido hablar… ¿puedo preguntar qué ha motivado tan inusual elección?
El Emperador, de cejas espesas y voz profunda, no respondió. Fue Zhen quien dio un paso adelante.
—Yo mismo he pedido este compromiso, padre. —Su voz fue clara, firme, pero no arrogante—. De todas las jóvenes presentadas, sólo una ha demostrado no buscar mi atención.
Hubo una pausa. Zhen alzó la mirada, barriendo a la corte con sus ojos oscuros como el ónix.
—La señorita Min es distinta. Su carácter es firme, su compostura perfecta. No es servil ni pretenciosa. Es lo que este Imperio necesita. Una emperatriz que no tema decir “no”.
Un murmullo de admiración y desconcierto recorrió el salón. El Emperador lo observó por un instante, antes de asentir lentamente.
—Muy bien, Zhen. Tu decisión será respetada. Pero que quede claro: no hay marcha atrás.
—No la habrá —respondió el príncipe, aunque sus pensamientos fueran menos definitivos que sus palabras.
Dos días después, Mei Ling fue convocada al Salón de las Brumas de Loto, un lugar reservado para audiencias privadas, aunque siempre con testigos. Allí, en presencia de un eunuco imperial y una dama de la corte, esperaba el príncipe Zhen, de pie junto al ventanal que daba al estanque. Llevaba una túnica azul oscuro con bordados de nubes plateadas, y su postura, aunque relajada, estaba impregnada de autoridad.
Mei Ling entró con la cabeza erguida, el vestido marfil arrastrando un suave perfume de flores de peral. Hizo la reverencia justa, ni excesiva ni despectiva.
—Su Alteza.
Zhen sonrió, pero ella no respondió al gesto.
—Señorita Min —dijo él, con esa voz cálida que usaba sólo cuando quería desarmar a alguien—. Me alegra verla de nuevo. Aunque me atrevería a decir que no comparte el sentimiento.
—No tengo el privilegio de rechazar una convocatoria imperial —respondió ella con serenidad.
El eunuco tosió discretamente. El tono era cortés, pero afilado como una hoja escondida.
—Ya lo sabe, entonces —dijo Zhen, avanzando un paso.
—El decreto fue claro. ¿Puedo preguntar, Su Alteza, si esta unión fue forzada por Su Majestad… o nacida de una impulsiva decisión?
Zhen alzó las cejas, encantado por la osadía.
—Fue mi decisión. Del todo impulsiva, sí, pero no carente de reflexión.
—Entonces, con el debido respeto, le pido que la reconsidere.
Eso sí que no se lo esperaba. Las demás habrían llorado, suplicado o callado con resignación. Mei Ling… exigía una salida.
—¿Y si dijera que no puedo?
—Entonces, sepa que haré lo posible por no ser una buena esposa —dijo ella sin alterar el tono—. No me rebajaré al escándalo, ni le deshonraré, pero no fingiré afecto que no tengo.
Zhen guardó silencio. El eunuco se removió incómodo. La dama de compañía bajó la mirada, como si su presencia fuera invisible.