La luz tenue del atardecer bañaba los muros del palacio imperial con un resplandor dorado, filtrándose entre los árboles de los jardines. Los caminos de piedra reflejaban el paso pausado de Mei Ling, quien caminaba con la compostura rígida que se había impuesto desde que llegó al palacio. Su abanico, cerrado, pendía de su mano con una delicadeza estudiada. En su rostro no había señal alguna del remolino de pensamientos que la aquejaban, solo la máscara de serenidad y frialdad que se había empeñado en mantener.
Desde hacía semanas, la presencia constante del príncipe Zhen a su alrededor no hacía más que aumentar su ansiedad. Por mucho que intentara evitarlo, él parecía buscar cada oportunidad para acercarse, para captar su atención con esa mezcla de carisma y determinación que tantas veces había visto en sueños, pero esta vez, en sus pesadillas.
Esa tarde, mientras Mei Ling se dirigía a la sala de lecciones, pensando en los libros que debía repasar y en las palabras de la emperatriz que aún resonaban en su mente, un peso firme se posó sobre su brazo.
—Mei Ling —pronunció una voz cálida, pero con un matiz imperioso que no admitía réplica—. Permíteme hablar contigo un instante.
Ella se detuvo con naturalidad y, sin perder su compostura, giró la cabeza para mirarlo a los ojos. Su expresión permaneció inalterable, pero la tensión en su pecho se volvió palpable.
—Su Alteza —respondió con voz medida—, si se trata de asuntos de la corte, le ruego que lo haga ante los presentes, según es la costumbre.
El príncipe Zhen sonrió con una mezcla de melancolía y desafío, como si disfrutara del juego silencioso entre ambos.
—Esta vez, solo tú y yo —dijo, con un leve gesto que indicaba que no aceptaría un no—. No deseo que nadie más escuche.
Mei Ling titubeó por un breve instante, preguntándose si debía ceder a aquel capricho o mantenerse firme en su distancia. Pero la sinceridad que percibía en sus ojos y, quizás, un atisbo de curiosidad la impulsaron a asentir con una leve inclinación. Juntos se dirigieron a un pabellón apartado, oculto entre los setos y las flores del jardín, donde el murmullo del mundo exterior parecía apagarse.
Al quedar solos, el príncipe sostuvo la mirada de Mei Ling y, con voz baja, cargada de una emoción contenida, preguntó:
—Dime, ¿por qué me evitas? ¿Por qué parece que me temes o incluso me odias?
Mei Ling mantuvo su postura, enfrentando su interrogante con la calma que la caracterizaba, aunque sus pensamientos fueran un torbellino.
—Su Alteza, le hablaré con franqueza —comenzó, dejando que su voz se volviera más firme—. La verdad es que en mis sueños, y no son sueños felices, usted y yo estamos casados. Pero no es el matrimonio que uno espera; es un tormento.
Zhen frunció el ceño, intrigado y preocupado.
—Continúa.
—En esas visiones, usted me ignora, me humilla —dijo ella, sintiendo que el peso de esas palabras al fin era compartido—. En la noche de bodas, no quiso estar a mi lado. Siempre que deseaba pasar tiempo juntos, usted me rechazaba. Esas pesadillas son tan reales que me atormentan y me empujan a alejarme.
El príncipe palideció, sus manos se cerraron en puños, y una oleada de culpa y confusión lo invadió.
—No sabía… No quería que sintieras eso —murmuró con tristeza.
De repente, sin poder contenerse más, se acercó a Mei Ling y depositó un beso suave pero decidido en sus labios. Cuando se apartó, sus ojos brillaban con una mezcla de anhelo y promesa.
—No soy el hombre de tus pesadillas —le susurró—. Dame una oportunidad para mostrarte quién soy.
Mei Ling se quedó inmóvil, el corazón latiéndole con fuerza. Ese beso había despertado en ella emociones que no esperaba, y las palabras del príncipe resonaban con una fuerza que la tentaba a confiar. Pero el recuerdo de su vida pasada, de ese matrimonio vacío y doloroso, la mantenía firme en su decisión.
—Su Alteza —respondió con voz baja pero firme—, agradezco sus palabras, pero mis heridas no sanan con promesas.
Zhen asintió, comprendiendo que la conquista de Mei Ling sería un camino arduo.
—Lo sé, y no espero que confíes en mí de inmediato. Pero estaré aquí, día tras día.
Ambos permanecieron en silencio, mientras la última luz del día desaparecía, dejando al palacio envuelto en la penumbra, reflejo de sus propios sentimientos encontrados.
Días después, Mei Ling continuó sus lecciones en el palacio bajo la mirada atenta de la emperatriz, que observaba con interés el progreso de la joven. Sin embargo, la constante presencia del príncipe Zhen no cesaba. Siempre encontraba un pretexto para acercarse, para lanzarle una mirada o una palabra amable, desafiando la frialdad que ella mantenía.
Una tarde, mientras estudiaba en la biblioteca imperial, Mei Ling sintió una sombra acercarse. Era Zhen, que se sentó a su lado sin pedir permiso.
—¿Por qué no bajas esa barrera? —preguntó en voz baja—. No quiero pelear contigo, solo deseo conocer tu verdadero corazón.
Mei Ling lo miró con dureza.
—Porque tengo miedo, Su Alteza.
—¿De mí? —sonrió con tristeza—. No tienes que temerme.
—No es usted —confesó Mei Ling—. Es lo que temo descubrir si me acerco demasiado.
—Mei Ling —tomó suavemente su mano—, todos tenemos un pasado que nos duele, pero el futuro puede ser diferente.
El roce de su piel contra la suya despertó un calor inesperado. Por primera vez, Mei Ling sintió que quizás podría existir un camino distinto, una oportunidad para sanar.
Sin embargo, justo en ese momento, la emperatriz apareció al otro lado de la biblioteca, observándolos con una sonrisa enigmática.
—Su Alteza, Mei Ling —saludó con respeto—. Me alegra ver que poco a poco se va acercando.
Zhen se levantó rápidamente, mientras Mei Ling retiraba discretamente su mano.
La emperatriz se acercó a Mei Ling y le susurró:
—Estás haciendo bien, muchacha. El príncipe ve en ti algo especial, y yo también. Tienes el carácter y la dignidad dignos de una emperatriz.