La noche del secuestro había caído con un frío que calaba hasta los huesos. Mei Ling fue arrastrada contra su voluntad por las calles silenciosas, su corazón latía con fuerza, entre miedo y rabia. Sus ojos buscaban cualquier signo de ayuda, pero solo encontraba sombras y rostros desconocidos que no mostraban compasión.
Las piedras del camino golpeaban sus pies, y el viento helado le cortaba la piel expuesta. Las manos de sus captores eran firmes, insensibles, como garras que no soltaban. Intentó gritar, pero una tela áspera empapada en un extraño aroma le cubría la boca, sofocando cada intento. El mundo alrededor parecía desvanecerse, como si el tiempo se hubiera detenido solo para presenciar su desgracia.
Pasaron frente a una fuente seca, abandonada por el tiempo, y Mei Ling apenas alcanzó a distinguir los restos de flores marchitas en un jarrón caído. Un recuerdo vago surgió en su mente —una tarde tranquila, risas cerca del agua— pero fue arrastrado por la oscuridad de su situación antes de que pudiera aferrarse a él.
La llevaron a una antigua casa abandonada, lejos del bullicio de la ciudad y de la luz del sol. Allí, la celda era oscura, pequeña y húmeda, con una única ventana tan alta que parecía un ojo que solo vigilaba, sin dejar entrar el mundo exterior.
Las paredes olían a moho y encierro. Las tablas del suelo crujían con cada paso, y un hilo de agua goteaba desde el techo, marcando los segundos con una cadencia cruel. La celda tenía una cama de madera desnuda y una manta raída que no ofrecía calor. Un cubo oxidado en una esquina era todo lo que tenía para sus necesidades básicas. El aislamiento era total.
Desde el primer día, la tortura comenzó sin piedad, aunque no era física, sino mental. Los captores empleaban métodos que desgastaban su mente: sonidos estridentes, voces susurrantes en la noche, palabras confusas y amenazantes.
Las risas apagadas desde el pasillo, las pisadas que se acercaban y se detenían justo antes de su puerta, las luces que se encendían y apagaban sin ritmo, todo se combinaba para hacerla dudar de lo que era real. A veces, reproducían voces de personas conocidas, distorsionadas, burlonas. En una ocasión, creyó oír a su madre llamándola, pero al gritar con esperanza, solo recibió un silencio devastador como respuesta.
Mei Ling se esforzaba por recordar su nombre, su familia, su vida. Pero las imágenes en su mente se volvían borrosas, como tinta diluida en agua. Cada noche era una lucha para no sucumbir al olvido.
—Tienes que resistir —se decía una y otra vez en su interior, temblando bajo la manta, con los dientes castañeteando—. Mei Ling... ese es mi nombre... Mei Ling...
Pero a medida que pasaban las horas, ese nombre comenzaba a sonar ajeno. Como un eco que pertenecía a otra persona, a otra historia.
—¿Quién eres? —le preguntaban con voz cruel cuando la encontraban débil—. Nadie te busca. Nadie te quiere.
Al principio, ella negaba con fuerza, resistiendo cada palabra, cada intento por quebrarla. Pero poco a poco, el miedo y la confusión comenzaron a hacer mella.
Las voces se infiltraban como veneno. Algunas decían que Zhen la había entregado. Que todo había sido parte de un plan para deshacerse de ella. Que había sido olvidada. Otras veces, solo repetían su nombre, una y otra vez, hasta que ese sonido dejaba de tener significado.
El segundo día, trató de aferrarse a su identidad practicando en su mente la etiqueta y los modales que la habían acompañado toda su vida, pero hasta esas imágenes se escapaban.
Recordó cómo debía sostener una taza de porcelana sin temblar, cómo inclinarse con respeto sin mostrar debilidad. Intentó imaginar el tacto del vestido de ceremonia, el sonido de los pasos sobre mármol pulido. Pero su mente confundía los detalles: ¿era su vestido azul o dorado? ¿Había música o solo silencio?
Pensaba en Zhen, pero las emociones se mezclaban sin sentido: ¿era amor? ¿odio? ¿miedo? Todo era confuso.
Recordaba sus ojos, oscuros como la noche, a veces cálidos, otras fríos. ¿Le había sonreído alguna vez sinceramente? ¿O era solo otro rostro más entre las sombras? Se preguntaba si él vendría a buscarla, si notaría su ausencia. ¿O tal vez había sido un estorbo desde el principio?
El tercer y cuarto día las voces y la oscuridad se hicieron más intensas. La memoria de su pasado y de su presente se desvanecía como humo, y ella apenas podía sostener una idea clara.
Las paredes parecían cerrar sobre ella. A veces, escuchaba pasos y respiraciones cerca, aunque no hubiera nadie. Un espejo colgado frente a la celda le devolvía un reflejo que ya no reconocía: ojos apagados, mejillas hundidas, cabello enmarañado. Se tocaba el rostro con manos temblorosas, intentando recordar cómo se veía antes, pero no lo lograba.
Un destello fugaz de un jardín, un paseo por un mercado, la sonrisa de un hombre... pero no podía ubicar esos recuerdos en su alma.
La visión del jardín era la más insistente: flores de loto flotando en un estanque, el perfume del jazmín en el aire. Una figura junto a ella. ¿Zhen? ¿Su padre? ¿Un desconocido? Esa imagen venía y se iba, como una luciérnaga en la niebla.
La mañana del quinto día, sus captores la golpearon sin piedad, su cuerpo temblaba y el dolor nublaba su mente. Cayó inconsciente en el suelo frío de la celda.
Sus costillas dolían con cada respiración, y un sabor metálico llenaba su boca. Sintió el líquido caliente correr desde su ceja partida hasta la mejilla. El mundo se volvió blanco y negro, y luego solo blanco. Silencio.
Pero, justo en ese momento, una sombra surgió en la puerta. Zhen, acompañado por un pequeño grupo de guardias de élite, irrumpió en la casa.
—¡Deteneos! —gritó Zhen con furia.
Los golpes resonaron por los pasillos. Espadas desenvainadas, gritos ahogados, cuerpos cayendo. El eco de la batalla llenó el lugar maldito. Zhen avanzó con determinación, cada paso impulsado por el miedo y la rabia. Había buscado a Mei Ling durante días, enfrentando la burocracia, la traición y la desesperanza. Y ahora, por fin, la había encontrado.