El amanecer bañó con su luz dorada las altas torres del palacio imperial, filtrándose entre las finas cortinas de la habitación donde Mei Ling dormía. Su rostro estaba tranquilo, aunque no del todo en paz. Aquel era su segundo día desde que había sido rescatada, y seguía sin recordar nada.
Zhen, sentado a su lado en silencio, no se había movido en toda la noche. Apenas había dormido desde que la había traído de vuelta. Su mirada estaba fija en las delicadas manos de ella, ahora cubiertas de vendas y moretones, pero aún suaves como las recordaba.
—Mei Ling… —susurró con ternura, acariciando apenas su cabello, temeroso de despertarla y enfrentar una vez más esos ojos vacíos que no lo reconocían.
Ella se removió suavemente, y su respiración se volvió más profunda. Al abrir los ojos, volvió a encontrar ese mundo desconocido. El techo alto, las paredes de madera tallada, los jarrones imperiales, los olores suaves de jazmín y alcanfor… nada le era familiar.
Zhen la miró de inmediato.
—¿Cómo te sientes? —preguntó con voz cálida, sin moverse.
Ella giró el rostro hacia él. Lo observó en silencio unos segundos, sin reconocer la angustia tras su mirada.
—¿Quién… soy? —repitió con voz baja—. ¿Y quién es usted?
Zhen contuvo el nudo en su garganta.
—Eres Mei Ling —respondió con suavidad—. Eres fuerte, digna, inteligente... y valiente. Estás a salvo ahora, en el palacio imperial. Yo soy Zhen.
—Zhen… —repitió con dificultad.
—El príncipe heredero.
Los ojos de ella se abrieron un poco más. Lo miró de nuevo, como intentando leer su corazón.
—¿Y por qué está aquí? ¿No deberías… estar en otro sitio?
Zhen sonrió, pero con melancolía.
—Porque este es el único sitio en el que quiero estar ahora. Junto a ti.
Mei Ling bajó la mirada. No entendía por qué sentía esa presión en el pecho, como si su corazón quisiera responderle, aunque su mente estuviera en blanco.
Durante los días siguientes, Mei Ling permaneció recluida en sus aposentos, custodiada por damas de confianza y atendida por médicos imperiales. Pero era Zhen quien acudía cada mañana con una sonrisa suave, con una caja de dulces de sésamo o una flor blanca recogida de los jardines.
—Hoy han florecido las magnolias —le decía mientras se las mostraba—. Dijiste una vez que eran tus favoritas.
Ella lo miraba sin responder. A veces negaba con la cabeza, otras simplemente bajaba la vista. No recordaba haberlo dicho. Y sin embargo, algo en la flor le gustaba.
Una tarde, cuando el sol ya se ocultaba tras las montañas y el aire era fresco, Zhen la invitó a salir de su habitación.
—Solo un pequeño paseo. Nadie nos verá. Y no estaremos solos, las damas te acompañarán.
Mei Ling, por primera vez, aceptó. No por educación, sino por algo inexplicable: ese joven le generaba una tranquilidad extraña. No era miedo. No era desconfianza. Era... paz.
Caminaron por un jardín privado, silencioso y lleno de ciruelos aún sin fruto. Mei Ling se detuvo ante uno de los árboles y acarició su corteza.
—¿Este lugar… ya lo conocía?
Zhen se acercó despacio.
—Sí. Caminamos por aquí muchas veces. A veces discutíamos —añadió con una leve sonrisa—. Otras, solo caminábamos en silencio. Como ahora.
Ella giró la cabeza y lo miró con detenimiento. Su rostro le era familiar, no por los rasgos, sino por la forma en que la miraba. Con respeto… y algo más.
—¿Estábamos comprometidos? —preguntó de repente.
Zhen se tensó un momento. Luego asintió con la cabeza.
—Sí.
—¿Y te importaba?
—Me importa —corrigió—. Siempre me importaste. Aunque no lo demostrara como debía en su momento.
—Entonces… ¿por qué tengo esa angustia en el pecho? ¿Por qué, si tú dices que me importabas, siento que sufrí?
Zhen se detuvo, el corazón golpeándole en el pecho.
—No sé qué viste en tus sueños o recuerdos confusos… —susurró—. Pero si alguna vez te hice daño, te juro que haré todo para remediarlo.
Ella no respondió. Pero por primera vez, sus ojos no estaban tan fríos. Había en ellos algo tibio, una brasa encendida.
Mientras tanto, la emperatriz observaba de lejos la evolución de Mei Ling. El emperador, aunque preocupado por el estado de salud de la joven, aún no entendía del todo el interés inquebrantable de su hijo.
—¿Y aún la quieres como esposa? —preguntó una noche, durante una reunión privada.
Zhen asintió sin dudar.
—Ahora más que nunca. No porque la compadezca. Sino porque, a pesar de no recordarme, no ha dejado de ser ella misma. Fuerte, directa… pero justa. Incluso sin memoria, sigue teniendo el porte de una emperatriz.
La emperatriz sonrió discretamente.
—Tal vez este sea el destino mostrándonos que el corazón no necesita recuerdos para amar.
Pasaron los días, y Mei Ling comenzó a aceptar las visitas de Zhen. Al principio con formalidad, luego con cierta apertura.
A veces le permitía sentarse cerca. En otras, respondía con una leve sonrisa a sus bromas. En una ocasión, al verlo tropezar con su propia capa por el suelo, incluso dejó escapar una suave risa.
—No creí que un príncipe fuera torpe —comentó con ironía.
Zhen se encogió de hombros con fingida resignación.
—No lo soy. Pero frente a ti, parece que pierdo la concentración.
Mei Ling bajó la mirada, y sus mejillas se tiñeron de rosa. No entendía por qué, pero esa calidez se sentía bien.
Una noche, sola en su habitación, tomó uno de los pañuelos bordados que Zhen le había regalado. Había olvidado por qué lo tenía, pero el perfume en la tela, una mezcla de madera y almendras, le pareció reconfortante. Lo presionó contra su pecho y cerró los ojos.
Soñó. No con claridad. Pero sí con sensaciones. Risas suaves en un jardín, pasos rápidos entre columnas doradas, una mano que rozaba la suya, sin atreverse a tomarla por completo.
Al despertar, no recordaba el sueño, pero sentía que algo había cambiado. No sabía quién era, pero tenía claro algo: Zhen le daba calma. Seguridad. Y quizá... estaba comenzando a sanar.