El palacio imperial se preparaba para la noche con una elegancia silenciosa. Las antorchas ya iluminaban los pasillos y salones con un resplandor cálido, mientras el aire fresco de la primavera impregnaba cada rincón. Zhen, decidido a demostrar su aprecio y a fortalecer el lazo que comenzaba a florecer con Mei Ling, organizó una velada privada en los jardines imperiales.
Bajo un pabellón adornado con telas de seda y faroles de papel, una mesa delicadamente servida esperaba a la joven. Zhen, vestido con su túnica ceremonial, la recibió con una sonrisa sincera y una reverencia ligera.
—Mei Ling —dijo con voz suave—, esta noche deseo que solo estemos tú y yo, sin formalidades ni promesas, solo para conocernos de verdad.
Mei Ling sintió un cosquilleo en el pecho. Aunque aún conservaba la reserva que la caracterizaba, la calidez de Zhen la invitaba a abrirse.
Durante la cena, entre platos exquisitos y la fragancia de las flores nocturnas, la conversación fluyó con naturalidad. Zhen compartió anécdotas de su juventud, y Mei Ling, por primera vez, permitió que sus labios dibujaran sonrisas genuinas.
Después del banquete, caminaron lentamente por el sendero bordeado de cerezos en flor. La luna llena iluminaba el camino y el susurro del viento parecía acompañar sus pasos.
Fue entonces cuando Mei Ling, con una mezcla de nervios y valentía, se detuvo y miró a Zhen a los ojos.
—Príncipe Zhen —comenzó, con voz firme pero dulce—, debo confesarte algo.
Zhen la observó atento, su corazón palpitando en expectación.
—He aprendido a confiar en ti —continuó Mei Ling—, y aunque al principio temía este compromiso, ahora siento que podría ser más que una obligación. Siento que podría ser... amor.
Zhen la tomó de las manos, sus dedos rozando los de ella con delicadeza.
—Mei Ling, tus palabras son el tesoro más preciado que podría recibir. Te prometo que nunca te defraudaré.
Ella bajó la mirada un instante, luego la alzó con determinación.
—Quiero que este sea nuestro comienzo, no una historia escrita por otros, sino por nosotros mismos.
El silencio entre ellos fue lleno de promesas no dichas y esperanzas compartidas.
La noche se cerró con un suspiro, con la certeza de que Mei Ling y Zhen habían dado un paso importante hacia un futuro construido en verdad y respeto mutuo.
Horas antes, mientras el sol aún descendía lentamente, Zhen se había encargado personalmente de los preparativos. Supervisó la elección de los platos que se servirían, seleccionando los preferidos de Mei Ling entre los que había logrado conocer. Ordenó que se decorara el pabellón con flores de durazno, una elección simbólica que representaba los nuevos comienzos.
En su corazón, Zhen sentía un leve temblor. No era miedo, sino anticipación. Por mucho tiempo había seguido el protocolo, haciendo lo que se esperaba de él. Pero con Mei Ling… era diferente. Quería ofrecerle un espacio donde no fuera la prometida del príncipe, sino una mujer libre de mostrar su alma.
Al mismo tiempo, en sus aposentos, Mei Ling contemplaba su reflejo. Su doncella arreglaba los últimos detalles de su peinado, pero Mei Ling apenas sentía las manos en su cabello. Pensaba en lo que iba a decir. En cómo compartir lo que su corazón empezaba a experimentar.
Recordaba los días anteriores, cuando las conversaciones con Zhen eran cortas y cuidadosas, llenas de silencio y cortesía. Pero poco a poco, cada gesto, cada palabra de él había ido ganándose su confianza. No sabía si lo que sentía era amor aún, pero sabía que ya no quería seguir ocultando lo que su corazón comenzaba a descubrir.
Cuando Mei Ling apareció entre los jardines, los faroles de papel temblaban levemente con la brisa nocturna. El reflejo de la luna teñía de plata la seda de su vestido. Zhen la miró con una admiración contenida, como si tuviera miedo de romper el hechizo con palabras innecesarias.
La cena se desarrolló con una fluidez inesperada. Rieron. Se escucharon. Zhen le contó cómo, de niño, solía esconderse en las cocinas imperiales solo para robar dulces. Mei Ling le confesó que de pequeña se dormía bajo los árboles, creyendo que las ramas la protegían de las pesadillas.
—Siempre me ha gustado el silencio de los jardines —murmuró Mei Ling, mirando alrededor—. Hay algo en la forma en que respira la naturaleza que me recuerda quién soy.
Zhen asintió.
—Y hay algo en ti que me recuerda lo que debería ser un verdadero gobernante: alguien que escucha incluso cuando nadie habla.
Ella lo miró, sorprendida. Zhen sostenía la mirada, sin timidez.
—No quiero ser un príncipe para ti —añadió él—. Quiero ser solo Zhen.
El paseo entre los cerezos fue pausado, como si el tiempo se hubiera rendido a su encuentro. Las flores caían con lentitud, posándose en los hombros de Mei Ling, en el cabello de Zhen. Cada paso era una nota en una melodía silenciosa.
Y entonces ella habló.
Sus palabras llegaron cargadas de sinceridad, y cuando Zhen respondió, no hubo solemnidad ni promesas vacías. Solo un deseo mutuo: construir algo verdadero.
Después de ese momento, no regresaron de inmediato. Se sentaron en un banco de piedra junto al estanque. El agua reflejaba las estrellas y la luna, como si el cielo quisiera espiarlos.
—¿Alguna vez deseaste ser otra persona? —preguntó Mei Ling.
Zhen lo pensó.
—No otra persona —respondió—, pero sí soñé con ser libre del deber por un momento. Para saber quién soy cuando no tengo a todo el imperio mirándome.
Mei Ling sonrió.
—Yo soñé con tener elección. Y esta noche… siento que la tengo.
Sus dedos se entrelazaron sin que se dieran cuenta. Permanecieron así durante un largo rato, sin hablar, escuchando solo el murmullo del agua y el canto lejano de los grillos.
Al regresar al pabellón, el silencio no era incómodo. Era cálido, como una manta compartida. Al llegar a la entrada de sus aposentos, Mei Ling se detuvo. Zhen también.