Habían transcurrido varias semanas desde que Mei Ling recuperó la memoria, aunque solo de su vida presente. Durante ese tiempo, su vínculo con el príncipe Zhen se había fortalecido a pasos silenciosos pero firmes. Los paseos por los jardines del palacio, las conversaciones privadas escoltadas por doncellas, las cartas sutiles con poesía y los pequeños gestos cotidianos habían tejido una cercanía inesperada, casi irrompible.
La primavera acariciaba la Ciudad Imperial con su manto de flores blancas y rosadas. Las glicinas cubrían pérgolas y senderos, y los sauces comenzaban a mecerse con el primer soplo cálido del año. Zhen eligió esa mañana para dar un paso más.
—Mei Ling —dijo con voz serena mientras caminaban por el sendero adoquinado del Jardín del Loto Azul, escoltados discretamente por dos sirvientas a distancia prudente—. ¿Recuerdas la primera vez que viniste aquí?
Mei Ling giró ligeramente el rostro, sus ojos oscuros brillando con una pizca de complicidad.
—Recuerdo que no quería estar aquí —respondió sin dureza, pero con una verdad suave en su tono—. Quería escapar, fingí una lesión… y tú lo supiste.
Zhen sonrió.
—Lo supe… y sin embargo, no pude dejar de admirarte por ello.
Se detuvieron frente a un estanque donde las flores de loto comenzaban a abrirse. El agua reflejaba sus figuras y los pétalos danzaban con la brisa. Zhen la observó en silencio por unos instantes, como si quisiera memorizar cada detalle de aquel momento.
—He esperado con paciencia —dijo finalmente—. He tratado de ganar tu confianza, tu respeto… y ahora, deseo pedir algo más.
Mei Ling alzó la mirada, seria.
—¿Qué es, alteza?
Él dio un paso hacia ella, con suavidad, manteniendo el decoro exigido por la etiqueta, pero sus palabras cargaban una emoción difícil de disimular.
—Quiero que te cases conmigo, Mei Ling. No como un deber. No por la voluntad de la corte ni de mis padres. Sino porque quiero que compartamos esta vida. Quiero que seas mi esposa, mi igual… mi compañera.
Mei Ling abrió ligeramente los labios, sorprendida. No por el contenido de sus palabras, sino por la sinceridad tan despojada de orgullo en su voz. Era la primera vez que Zhen hablaba sin el velo del príncipe heredero, y solo como hombre.
Ella no respondió de inmediato. Caminó unos pasos hacia el borde del estanque, contemplando el reflejo distorsionado de las flores.
—Cuando era niña —dijo en voz baja— soñaba con un amor así. Pero también temía lo que significaba estar al lado de alguien como tú. Ser emperatriz no es un destino, es una carga, una responsabilidad de la que no se puede huir… y si el corazón no está firme, esa carga destruye.
Zhen dio un paso, quedando cerca, pero sin tocarla.
—Te prometo que no llevarás esa carga sola. Que tus decisiones serán escuchadas. Que nunca serás una sombra detrás de mí. Mei Ling, no puedo imaginar un futuro sin ti.
Ella se volvió lentamente hacia él, su expresión conmovida. Había dolor en su pasado, sí, pero ya no lo recordaba. Y frente a ella estaba el hombre que no solo le ofrecía un destino glorioso, sino también amor.
—¿Y si acepto, Zhen? —preguntó—. ¿Qué me espera?
—Un lugar a mi lado —respondió él con una leve sonrisa—. No como adorno. No como símbolo. Sino como mi otra mitad. Te protegeré de la corte, de las concubinas que los consejeros podrían intentar imponer… y si tú lo deseas, serás mi única esposa. No buscaré otra.
Mei Ling sintió su corazón latir con fuerza. Nadie más que él podría hacer una promesa semejante, tan temeraria para un príncipe. Y sin embargo, lo decía con la convicción de quien no conoce otra opción.
—Entonces… permíteme pensarlo un poco más —susurró ella finalmente—. No porque dude de ti… sino porque aún me cuesta creer que esto sea real.
Zhen asintió, respetando su decisión.
—Te esperaré todo lo que sea necesario, Mei Ling.
Más tarde, esa misma tarde, Mei Ling regresó a sus aposentos con el corazón agitado. Su hermano mayor, el general Xuan Liang, la esperaba en los jardines exteriores. Al verla llegar, la saludó con una inclinación solemne.
—Hermana, ¿estás bien? —preguntó con el tono severo que solo los hermanos mayores saben usar.
—Lo estoy, Liang-ge —respondió con una sonrisa leve, relajando su postura—. El príncipe Zhen me ha hecho una petición… una bastante seria.
El rostro del general no cambió.
—¿Te ha pedido matrimonio?
Mei Ling asintió.
Liang se cruzó de brazos, evaluándola como si fuera una tropa bajo su comando.
—¿Y qué responderás?
—Aún no lo sé. Parte de mí quiere aceptar. Parte de mí teme lo que vendrá después.
Su hermano guardó silencio por un largo momento, luego miró hacia el cielo.
—Si él te hace feliz… si no vuelve a hacerte llorar como antes… entonces yo mismo estaré presente en esa boda. Pero si alguna vez tus ojos se llenan de lágrimas por su culpa… lo enfrentaré, aunque sea el futuro emperador.
Mei Ling sintió un nudo en la garganta.
—Gracias, Ling-ge.
Esa noche, Zhen escribió una carta a su madre, la emperatriz. El papel estaba cuidadosamente doblado, y la tinta aún fresca cuando la dejó en manos de su ayuda de cámara.
«Madre, he tomado mi decisión. Mei Ling no es simplemente la mujer que deseo como esposa. Es la única que deseo como emperatriz. Sé que iré en contra de muchos consejos, pero he visto en ella algo que no hallaré en ninguna otra. No deseo alianzas políticas, ni belleza vacía, ni docilidad. Quiero a Mei Ling. Y haré lo que sea necesario para demostrarlo.»
La emperatriz leyó aquella carta en su estudio privado al amanecer del día siguiente. Al terminarla, soltó una leve risa nostálgica.
—Así que finalmente lo entendiste, hijo mío —murmuró— No buscas a quien te obedezca… sino a quien te iguale. Has elegido bien.
En los días siguientes, Zhen organizó discretamente un banquete primaveral, invitando solo a miembros cercanos de la corte y la familia imperial. Se rumoreaba que haría un anuncio importante. Pero solo él y Mei Ling sabían que el destino de ambos estaba por cambiar… para siempre.