Entre garras y dientes

Capítulo 5 - Madison

| Capítulo 5: Entre encuentros y propuestas |

 

Madison:

Dejo el Ford rojo en una cuneta cuando me quedo sin gasolina. He destrozado el punto de ignición al robarlo y me pregunto cuánto le costará al dueño arreglar eso cuando dé con su coche.

Sin otra opción, el resto de camino que me queda hasta la próxima ciudad planeo hacerlo a pie.

Hago dedo cada vez que un coche pasa cerca, pero son pocos y ninguno está por la labor de parar para recoger a una persona con capucha puesta y una gruesa mochila. Sé que sería más fácil si me quitara la sudadera, las personas tienden a confiar más en una mujer o, algunos hombres, a aceptar más ayudar a una, pero lo que menos quiero es meterme en problemas porque ha parado quien no debería así que, si lo hacen, prefiero que no tengan tan claro quién soy para ver más claras sus intenciones.

Durante la primera hora, no para nadie, y empiezo a ver la noche caer preguntándome si podré llegar a tiempo a la siguiente ciudad o si tendré que meterme en el bosque en busca de un sitio resguardado donde poder pasar la noche. Por ahora, ando mientras todavía queda luz, lo hago durante cerca de una hora más hasta que uno de los coches a los que le hago señas, baja la velocidad y para a pocos metros de mí.

—Al fin —murmuro.

Pero mi esperanza muere en cuanto reconozco el coche.

Es el Honda gris que robé la semana pasada.

—Oh, mierda —maldigo y giro sobre mis pies para cambiar de dirección.

¿Cuál era la posibilidad de que nos encontráramos de nuevo? Porque dudo que haya sido capaz de reconocerme con la ropa que he llevado puesta ambas veces. No es posible. Antes de que se dé cuenta de quién soy, ya me estoy escabullendo mientras miro hacia el bosque planteándome escapar en esa dirección.

—¡Elena!

¿Cómo demonios me ha reconocido?

Dejo de andar, cierro los ojos con rabia, y me vuelvo hacia él para terminar con esto lo antes posible. 

—Veo que has encontrado el coche —digo antes de levantar la mirada. 

Pese a la poca luz que hay, encuentro más notoria la dureza de sus rasgos y la falta de inocencia que identifiqué incluso bajo la lluvia. Su voz, dura, ha acompañado la impresión de su rostro y hace que no sea capaz de verle como ese “Buen samaritano que para a quienes hacen autoestop” que había planteado al ver, al fin, un coche parar.

—Lo dejé a la vista para que fuera más fácil de encontrar —añado con una sonrisa forzada.

—Me he dado cuenta.

—Entonces… ¿En paz?

Había pensado, al verle, que tendría poco más de veinte años. Aunque sigo manteniéndolo, su postura te haría pensar que es mayor, tiene ese halo de autoridad que a esta edad es tan difícil mostrar. Su seguridad es notoria y se intensifica con una mirada tan intensa que me hace sentir vulnerable e incómoda. Es como si viera a través de mí, a través de mis mentiras y de mi vida.

—Estabas haciendo autoestop —marca.

¿Adónde quiere llegar?

—Viajar en coche es más rápido que ir a pie.

—No pareces tener problemas para conseguir un coche por tu cuenta. —Él termina por mostrar una sonrisa ladeada tan cautivadora como retadora—. Supongo que el coche rojo unas millas más atrás habrá sido cosa tuya.

—Como he dicho, viajar en coche es más rápido.

Él cierra la mano y termina por meterla en el bolsillo de su cazadora. Puedo notar la autoridad de su postura y la tensión levantarse sobre unos hombros rectos, pero sus palabras son tranquilas y, eso, siente contradictorio.

Mira hacia atrás, hacia su coche, antes de volverse.

—Tienes tu coche de vuelta y en perfectas condiciones. A no ser que quieras denunciarme, seguiré con mi camino —digo.

Si está haciendo tiempo para que llegue la policía, no estaré aquí cuando aparezcan.

No he pasado por situaciones tan duras como la de estar tirada en la calle el invierno pasado, sin medicinas ni refugio, y con una gripe tan fuerte que, por cómo se sintió, terminó rozando la neumonía, para que después mi identidad salga a la luz por una denuncia. Si no piso hospitales para que mi nombre no salga en ninguna base de datos porque no sé hasta dónde llegan los contactos de esos con los que mi padre se endeudó, no pisaré una comisaría. 

—No voy a denunciarte —dice, su voz más ronca que antes y su postura más tensa.

—Perfecto, entonces tú por tu camino y yo por el mío. Buena charla.

Antes de irme, escucho un “Puedo llevarte” que me hace volverme hacia él una vez más.  Reconozco a las personas, sus reacciones por cómo se comportan, y él no parece de los que perdonan tan fácil.

—Te robé el coche la semana pasada —le recuerdo.

—¿Crees que eres la primera persona a la que conozco que tiene la manía de robar? —¿Por qué se lo está tomando tan bien?—. Tengo que meterme en el coche igualmente, me da igual llevar a una persona más.




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