| Capítulo 6: Entre encuentros y viajes |
Madison:
Pasa otra semana hasta que me encuentro tirada en la cama de un motel, recién duchada, y volviendo a mirar el papel que Kayden me dio. Leo su número tantas veces que las líneas se quedan grabadas en mi cabeza.
Una comunidad pequeña con personas que no pertenecen a ningún lugar.
Cada vez que pienso en ello, suena mejor, o puede que solo sea por la angustia que me genera vivir de un día para el siguiente, sin nada seguro, la que me está impulsando hacia querer darle una oportunidad.
Paso una mano sobre mi pelo húmedo mientras lo pienso.
Tirado a los pies de la cama, está el vestido negro que iba a ponerme hoy para intentar entrar al casino de la ciudad, cerca, unos tacones altos. Estoy tan falta de dinero que planeo intentar robar un poco a algún borracho mientras uso palabras suaves y sonrisas como distracción. La última vez que me metí en un casino, saqué más de trescientos dólares en un par de horas juntándome a las personas adecuadas y, con solo cuarenta dólares para sobrevivir porque no estoy teniendo suerte en los bares últimamente, me estoy quedando sin opciones.
Presiono la uña contra el papel. Poder dormir una noche sin sentir agobio por no saber si podré comer o tener un lugar en el que dormir al día siguiente tiene que estar bien. ¿Desde hace cuánto que no tengo eso? ¿Hace cuánto que me he empezado a sentir ansiosa todo el tiempo por la tensión que esta vida me genera?
¿Sería tan malo darle una oportunidad?
Me cambio de ropa y maquillo antes de salir con el poco dinero que me queda en dirección al casino. Solo que, antes de ir, hago una parada por la recepción del motel para pedir que me dejen usar el teléfono fijo que tienen y saco el trozo de papel que Kayden me dio.
Con mi decisión ya tomada, llamo.
—¿Hola? —preguntan al otro lado y su voz no es la que recuerdo. Su voz se oye rasposa y pesada, como si acabara de despertarse y el cansancio tirara de sus palabras hasta volverlas casi forzadas.
—¿Kayden? —Apoyo una mano contra la pared y levanto la mirada hacia la mujer de avanzada edad que lee una revista sobre el mostrador de recepción esperando a que yo me vaya. Al recibir silencio, reviso el número escrito en el papel—. Perdona, creo que me he equivocado de número.
—No, soy yo.
—¿Es un mal momento?
—No.
—De acuerdo —murmuro. Su voz, el notorio malestar, las respuestas cortas… Todo eso me hace dudar de sus palabras del otro día, pero sonaba tan bien—. He estado pensando en lo que dijiste de esa comunidad. ¿Todavía sigue en pie?
—Sí.
—Entonces… ¿Podría ir?
Silencio.
—Dime dónde estás para poder ir a buscarte —dice.
—En realidad, tenía pensado preguntarte dónde era para ir yo.
—Prefiero evitar que robes otro coche a algún pobre inocente. ¿Dónde te estás quedando?
—Dame un segundo. —Me estiro sobre el mostrador para alcanzar una de las tarjetas de visita y leo la dirección de ahí—. ¿Lo has apuntado?
—Lo tengo.
—Así que, ¿te veré pronto?
Si soy honesta, no me desagrada del todo la idea de volver a verle pese a que cuando nos despedimos todo lo que quise fue poner distancia entre ambos. Su carácter me resultaba extraño, contradictorio y preocupante. Pero había algo más ahí, como el sabor agradable que deja un postre tras un primer mordisco donde solo has notado su amargura.
—Pronto —repite (o promete), no sabría decirlo—. Estás cerca, no debería tardar más de cuatro o cinco horas.
—Dices por la mañana, ¿no?
—De aquí a cuatro o cinco horas.
Por su tono, sé que no tiene intención de aceptar un cambio en eso.
Miro mi reloj para tener una idea aproximada de cuándo volver y le doy el número de la habitación en la que me estoy quedando antes de colgar. Con un corto agradecimiento a la mujer que lleva el motel por dejarme usar el teléfono, salgo de aquí para ir al casino con un carnet falso para intentar conseguir algo de dinero.
Allí, pierdo la noción del tiempo.
Me meto entre la gente, me adapto, y voy pasando entre personas en busca de alguien que vaya a extender billetes porque le da igual gastarlos. Encuentro a un hombre bastante bebido que da grandes propinas a las camareras y le digo que doy suerte en los juegos de dados. Miento, pero él gana la primera partida que le veo jugar y, como agradecimiento, suelta un billete de cincuenta que acepto con gusto.
Algunos me dan billetes, otros comparten alguna ficha conmigo cuando se emocionan de más en una victoria o ganan tanto que una ficha pequeña no marcará la diferencia. Me vendo como “amuleto de la suerte”, y saco un pequeño porcentaje de cada victoria. Poco para todas las horas que estoy allí, pero suficiente como para poder respirar tranquila de nuevo.