Entre juegos y miradas

Mulberry y pantuflas de oso

Llegar a casa debería ser sinónimo de paz. O eso pensé.
Apenas crucé la puerta, mi mamá apareció desde la cocina:

—¡Elizabeth! Ponte algo cómodo que ha venido a visitarnos una vecina.

—¿Una vecina? —pregunté, desganada.

—Sí, la conoci ayer me dijo que vendria a saludarnos con sus hijos. Anda, baja en un rato.

No le di mucha importancia. Pensé que sería una señora mayor con hijos bebés o algo así. Así que subí, me solté el cabello, me puse una camiseta gigante que me cubría casi todo el torso, unos shorts cómodos, y, para mis pantuflas de oso favoritas
Una ropa digno de quedarme en el sofá todo el día.

Cuando bajé, me encontré con una señora de sonrisa cálida, tan amable que por inercia le devolví la sonrisa… aunque por dentro pensaba: "¿Por qué justo hoy?"

—Qué linda eres —dijo la señora con dulzura—. Yo tengo dos hijos, uno menor que tú y otro que creo va a tu colegio.

Perfecto, pensé. Otra madre orgullosa de sus hijos perfectos.

Yo ya buscaba cómo escapar disimuladamente cuando sonó el timbre.

Me ofrecí a abrir la puerta. Con mi mejor cara de “esto no es tan raro”.

Y cuando abrí…
ahí estaba la persona que menos esperaba verla..

Con una chaqueta azul marino, camisa blanca abierta, peinado limpio. O sea, como si hubiera salido de un catálogo.
Y yo... con mis pantuflas de oso mirándolo desde abajo

Nos miramos.
Él no dijo nada. Solo frunció el ceño, alzó una ceja y murmuro :

—Mulberry —No con burla pesada, sino con esa risa insoportable de :no puedo creer que tenga tanta suerte de verte así

—¿Qué haces tú aquí? —le solté.

—Vivo cruzando la calle… y parece que nuestras mamás decidieron que seamos buenos vecinos. Qué divertido, ¿no? —respondió mientras seguía mirando mi ropa como si fuera un disfraz.

En ese momento, alguien más entró detrás de él.

Un chico más bajo, con rostro sereno y mirada tranquila. Al verme, desvió los ojos con algo de vergüenza, como si se disculpara por la actitud de su hermano. Incluso le dio un codazo a Daniel, que no pareció importarle.

—Hola —dijo el menor, con voz suave—. Soy Leonardo. Perdón por lo de… bueno —hizo un gesto sutil hacia Daniel—, ya sabes.

Sonreí al instante.

—Un gusto, Leonardo

Mis papás se emocionaron como si acabaran de encontrar a los vecinos perfectos.
Hablaban, reían, preguntaban, ofrecían café, y todo parecía sacado de una reunión formal donde yo… simplemente quería desaparecer.

Lo más raro era ver a Daniel comportándose como un ángel delante de su mamá.
Sonreía, hablaba bien, hasta parecía educado. Casi ni se parecía al idiota que me acababa de llamar “Mulberry” por la mancha en mi blusa.

No sabía qué era peor: que fuera falso o que todos pensaran que él era perfecto.

Leonardo, por su parte, se mantenía tranquilo, observador, y hasta se notaba incómodo por la atención. Me dio un poco de alivio tenerlo ahí.

Mis hermanos, que estaban escuchando desde las escaleras, huyeron en cuanto escucharon la palabra “presentarse”.
Ni rastro de ellos.

Entonces, mi mamá, tan sonriente y dulce como siempre, soltó la frase que me cambió el humor al instante:

—Elizabeth, ¿por qué no los llevas a tu cuarto para que conversen? Que se conozcan un poco.

Me quedé tiesa. Literalmente tiesa.

—¿A mi cuarto? —repetí, intentando sonar confundida, como si no hubiera entendido.

Ella solo me lanzó esa mirada.
La mirada de “obedece o hablaremos después”.

Suspiré.
Me giré hacia ellos con una sonrisa más falsa que mis ganas de vivir en ese momento.

—Vamos… —dije, bajando la voz—. Pero no toquen nada.

Daniel sonrió como si fuera la mejor noticia del día.

—¿Pantuflas incluidas en el tour?

—¿Te quieres quedar en la sala? —le solté.

Leonardo solo sonrió con suavidad, mientras seguía detrás, en silencio.

Yo subía las escaleras sintiéndome como la anfitriona más incómoda del planeta.
Y lo peor era saber que el chico que más me sacaba de quicio iba a estar en mi cuarto.

Mi cuarto no era gran cosa: paredes lila, piso blanco, un escritorio con libros desordenados, un estante de recuerdos al lado de la ventana. A mí me gustaba así. Tenía lo justo y lo necesario.

Leonardo se sentó con cuidado al borde de la cama y empezó a mirar los títulos que tenía en el estante. Sonrió.

—¿Te gusta la literatura?

—Me gusta leer... cuando algo me atrapa —respondí, bajando un par de libros viejos.

—¿Te gusta más la forma en que se dice o lo que se dice?

Me sorprendió la pregunta. Nadie me había preguntado eso.

—Ambas —dije, luego de pensarlo—. Pero si algo no me dice nada aunque suene bonito, me aburre.

Él asintió como si entendiera perfectamente.
Y lo hizo.
Nos quedamos hablando un rato, con esa clase de calma que no necesita adornos.

Hasta que me di cuenta de que Daniel no estaba sentado.

Estaba de pie, revisando mi estante de recuerdos.

—Oye, ¿qué haces? —le dije, levantándome de golpe.

—Solo miro —respondió con la voz más inocente del mundo mientras levantaba un portarretratos—. Wow, eras una mini tú con uniforme de voley. ¿Eso es una medalla?

—Sí, lo era —le arrebaté la foto con cuidado—. Lo dejé hace tiempo.

—¿Y por qué? —preguntó Leonardo, con verdadero interés.

Pero Daniel se adelantó:

—¿Qué pasó? ¿Te hartaste de ganar o te echaron por tener demasiada actitud?

Lo miré sin responder.
No porque me quedara sin palabras, sino porque no quería darle ese gusto.

Volví a guardar la foto en su lugar.

—Al menos tengo recuerdos de cosas que hice, no solo de ser un idiota con buen peinado —le dije.

Leonardo rió por lo bajo, sorprendido por mi rapidez.
Daniel me miró y sonrió… pero no con burla esta vez. Más bien, con un poco de intriga.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.