Terminamos de ensayar y salimos del colegio los cuatro.
Sofía iba más tranquila, caminando al lado de Leonardo, que parecía a punto de dormirse mientras caminaba.
—No sé cómo puedes estar con tanta energía —le dijo Sofía a Daniel—. Tú sí que das miedo.
Y era cierto.
Daniel iba saltando, haciendo piruetas con su mochila, y tarareando su canción como si estuviera en un musical.
—¡Es la adrenalina del arte! —respondió él, con una reverencia exagerada.
Yo solo puse los ojos en blanco.
—¿Y tú qué? —me preguntó, acercándose como si planease algo—. ¿No vas a agradecerme por tu concierto privado?
—¿Te refieres al crimen auditivo que cometiste? —respondí con una sonrisa falsa.
—Ay, qué cruel eres —dijo, llevándose una mano al corazón—. Pero te tengo una propuesta.
—¿Otra? Ya no te cansas de perder.
—Esta vez no perderé —aseguró, señalando la máquina de bebidas frente al colegio.
—¿Qué pasa con la máquina?
—Adivinaré tu bebida favorita de ahí. Si acierto, tienes que comprarme esa bebida todos los días por una semana…
y dejarme llamarte Mulberry otra vez.
—¿Y si fallas?
—Me dejas sin apodo hasta fin de año, y yo te compro la bebida cada día.
Lo miré con desconfianza.
Él tenía ese brillo en los ojos que mezclaba travesura con peligro.
Pero no podía evitarlo.
—Hecho —dije, cruzando los brazos—. Quiero ver qué tanto sabes de mí.
Daniel se acercó a la máquina. Puso las manos sobre ella como si leyera su alma.
—Mmm… tú eres del tipo de persona que parece tímida, pero por dentro tiene mil emociones guardadas —empezó a decir, como si diera un discurso místico—. Así que necesitas algo que no sea demasiado dulce… pero tampoco amargo… algo refrescante, inesperado… algo como…
Presionó el botón.
“Té frío de maracuyá.”
—¿Qué tal? —preguntó, sosteniéndolo como un trofeo.
Lo miré.
Lo miré demasiado.
—¿CÓMO…?
—¡LO SABÍA! —gritó él, levantando el puño al cielo—. ¡Reconócelo, soy un genio!
—Esto es trampa —dije entre dientes—. ¡¿Cómo sabías que era ese?!
—Me fijo en las cosas. Y no es la primera vez que te veo comprarlo, Mul—
—se detuvo un segundo, sonrió de lado—. ¿Ya puedo decirlo?
Le quité la botella de la mano, refunfuñando.
—Estás insoportable.
—Mulberry. Insoportablemente tuyo. —guiñó un ojo.
Y yo…
Yo solo tomé un sorbo para disimular que me había puesto roja.
Porque esa maldita apuesta… la había ganado él.
Y lo peor…
Es que no me molestaba tanto como debería.
Sofía y Leonardo ya estaban algo más adelantados, conversando bajito.
Ella se reía de algo que él decía y se acomodaba el cabello cada cinco segundos. Yo los veía de lejos mientras caminaba, aún con la botella en la mano.
Daniel venía a mi lado, sin decir nada por un momento. Cosa rara en él.
—¿Sabes? —dijo de pronto—. Pensé que hoy ibas a estar más fría conmigo.
—¿Y por qué estaría fría? —pregunté, arqueando una ceja.
—Porque te molesté mucho con lo de la canción… y con lo del apodo —respondió, sin mirarme—. Pero igual te reíste. No mucho… pero lo hiciste.
Me quedé callada un segundo.
Él bajó un poco la voz.
—Me gusta cuando sonríes. Aunque sea por insultarme.
Lo miré rápido, sorprendida. Él me vio, pero no dijo nada más. Solo metió las manos en los bolsillos como si no acabara de soltar una bomba atómica.
—Deja de decir cosas raras —le dije bajito, sin mirarlo.
—No son raras. Solo son ciertas —respondió tranquilo.
Y justo antes de que llegáramos al cruce donde cada uno se separaba para ir a su casa, Daniel se giró hacia mí.
—Nos vemos mañana, Mulberry. Descansa… y no pienses mucho en mí.
—¿Perdón?
—Que descanses —repitió, sonriendo como si no hubiera dicho nada fuera de lo normal.
Y se fue.
Así nomás.
Como si no acabara de revolverme los pensamientos más de lo que ya estaban.
Lo miré alejarse.
—Idiota… —murmuré.
Pero por dentro, algo se encendió muy despacio.
Y por más que me esforzara en negarlo, solo una idea me daba vueltas en la cabeza:
¿Y si estoy empezando a pensar demasiado en él?Tal vez ¿no?espero que se que no