Soñé con su voz.
No con su cara, ni con su sonrisa burlona, ni siquiera con su altura absurda.
Solo con su voz.
Y eso fue suficiente para despertarme con el corazón latiendo más rápido de lo normal… y una sensación rara, como si algo no terminara de encajar.
Me quedé mirando el techo por unos minutos.
Eran las seis y media de la mañana. Un domingo.
El mundo dormía.
Sofía también.
Mis papás ni se habían levantado.
Yo… no podía quedarme acostada.
Necesitaba enfriar mi cabeza.
Me puse un buzo, recogí mi cabello a medias, agarré una botella de agua y salí despacio al balcón del parque, ese que quedaba justo frente a mi edificio.
Ahí siempre me sentaba cuando sentía que no entendía nada.
Y últimamente, ese era mi estado predeterminado.
Suspiré y me dejé caer en la banca fría, cruzando los brazos.
No habían pasado ni dos minutos cuando una voz familiar rompió mi paz.
—¿No duermes o me estás siguiendo?
Cerré los ojos.
No hoy.
No ahora.
Giré la cabeza lentamente y ahí estaba Daniel, con ropa deportiva, cabello despeinado y esa expresión de “vine a molestarte”
—¿No hay otros lugares donde puedas correr? —le dije sin siquiera fingir simpatía
—¿Y perderme la cara que pones cuando me ves a esta hora? Jamás
Se acercó con ese aire relajado que tanto me irritaba
Se sentó a mi lado como si le hubiera invitado
—¿Qué haces despierta?
—No tengo ganas de hablar.
—Perfecto. Yo hablo por los dos —dijo, estirando las piernas como si estuviera en su sala.
Lo miré de reojo.
Tenía los audífonos colgando del cuello, la camiseta medio sudada, y una sonrisa que claramente escondía algo más.
Y yo…
yo solo quería silencio.
Nos quedamos en silencio.
Pero no era ese silencio incómodo que te obliga a buscar algo que decir.
Era un silencio distinto.
Cómodo.
Inesperadamente cómodo.
Ni él habló.
Ni yo sentí la necesidad de empujar palabras al aire.
Pasaron unos minutos así. Yo mirando el cielo gris claro de la mañana. Él con la cabeza recostada hacia atrás.
Cuando volví a girar, lo vi.
Se había quedado dormido.
No lo vi con burla.
No como una oportunidad para tomarle una foto y vengarme de sus apodos.
Solo lo observé.
Como si, por primera vez, tuviera el permiso de hacerlo con calma.
Tenía el flequillo mojado por el sudor, pegado apenas a su frente.
Pero aún así, se veía… bien.
Su rostro estaba completamente limpio, sin restos de acné como muchos chicos, solo unas pecas suaves y, en su mejilla derecha, algo que nunca había notado:
Tres lunares.
Formando un triángulo perfecto.
Y ahí, sin querer, me lo imaginé distinto.
No como el chico molesto, hiperactivo y sarcástico de siempre
Sino como un niño dormido, sin barreras, sin ruidos, sin apodos
Indefenso
Pequeño
Casi tierno
¿Qué estoy pensando?
Esto no podía pasar
Yo no podía mirarlo así
Pero igual lo hice
Una vez más
Y cuando noté que mis manos estaban temblando , entendí que el problema ya no era él
Era lo que estaba empezando a sentir cuando él no hacía absolutamente nada
Justo cuando pensaba que ya no podía ponerse más raro el momento…
él se movió.
Daniel se acomodó en el asiento, murmurando algo dormido…
Y sin previo aviso, su cabeza cayó sobre mis piernas.
Me quedé congelada.
¿Gritar? ¿Empujarlo? ¿Pararme y dejar que su cabeza golpeara la banca? era una de esas opciones pero..
No hice nada.
Me quedé ahí, con la espalda rígida, las manos tiesas y el corazón golpeando como si quisiera escaparse de mi pecho.
Lo miré. Otra vez.
Dormido. Tranquilo. Confiado.
Y entonces vi que sus audífonos colgaban sobre su pecho.
Uno de ellos casi rozaba mi muñeca.
No sé por qué lo hice.
Tal vez porque necesitaba pensar en otra cosa que no fuera la tibieza de su respiración sobre mi pierna.
Tal vez porque el silencio, ahora, parecía demasiado.
Levanté uno de los audífonos.
Lo acerqué a mi oído.
Y ahí estaba.
La canción.
“The Side of Paradise”
La misma.
Una y otra vez.
Como si él también necesitara oírla para entender algo que no sabía cómo decir.
Me mordí el labio.
Y me quedé ahí.