Entre juegos y miradas

Si no voy = no siento

No fui al colegio.

Apagué la alarma. Apagué el teléfono. Me tapé hasta la cabeza con las sábanas.
Y por primera vez en mucho tiempo, mi mamá no insistió. Me dijo que me veía pálida, que quizás necesitaba descansar.

Pero no era eso.
No era el cuerpo.
Era el corazón.
Y la mente.
En guerra.

Después de lo del show, de la canción, de su mirada… no podía seguir actuando como si nada.
Porque ya no era nada.

Empezaba a sentir cosas que no estaban en mi lista de planes.
Cosas que no tenían lógica.
Y cosas que, peor aún… no estaban destinadas para mí.

Porque si alguna vez Daniel se fijara en alguien —de verdad—, no sería en mí.
Sería en alguna chica rubia, con facciones perfectas, ojos de revista, sonrisa brillante y voz delicada.
Yo no era eso.

Yo era más bien la sombra en el fondo del escenario.
La voz bajita, la que no termina de presentarse, la que todos olvidan al segundo día.

Y aunque él me llamara “valiente”
Aunque cantara con los ojos fijos en mí…
Sabía que no era para mí.
No de verdad.

Así que no fui.

No para castigarme.
Para protegerme.
De él.
De mí.
De lo que podría pasar si seguíamos mirándonos como si fuéramos algo más que dos personas que se pelean por apodos.

Apoyé la frente contra la ventana de mi habitación, viendo pasar el tiempo.
No podía dejar de pensar en su voz.
En su cara dormida sobre mis piernas.
En sus ojos marrones claros, mirándome como si yo fuera suficiente.

Y eso, eso era lo más peligroso.

Suspiré.
Lento. Dolido.

Si no lo veo, no pasa nada.
Si no lo siento, no se complica.
Si no estoy = no me enredo.

Eso me repetí.
Una. Y otra vez.

Hasta que entendí que no iba a funcionar por mucho tiempo.

Eso me repetí.
Una. Y otra vez.

Hasta que escuché algo.

Un golpe seco.
Contra la ventana.
Como si hubieran arrojado una piedra.

Fruncí el ceño. Me levanté despacio. Estaba sola en casa.
Mi habitación estaba en el segundo piso…
¿Quién rayos tiraría algo desde esa altura?

Me acerqué a la ventana con cuidado.
Corrí la cortina y abrí despacio.

Nada.
La calle estaba vacía.

Iba a cerrarla de nuevo cuando sentí algo. Un suspiro. Un escalofrío.
Y entonces… miré hacia arriba.

Ahí estaba él.
Daniel.

Sentado sobre la baranda de la azotea baja que conectaba con mi ventana.
Su polo gris, el cabello despeinado, y la mirada…
triste.
Honesta.
Tan distinta a la del chico que me molestaba todos los días.

Me quedé paralizada.

—¿Qué haces aquí? —pregunté bajito, aún sin entender cómo había llegado tan alto.
—No fuiste hoy —respondió, con voz apagada.

—Lo sé. No tenía ganas.
—Mentira.

Esa palabra me golpeó más que su visita.

—Yo también puedo notar cosas, ¿sabes? —dijo—. No soy tan tonto como piensas.

Me mordí el labio, sin saber qué decir.

Él no habló más. Solo me miró desde ahí, como si estuviera esperando que yo diera un paso. Uno. Cualquiera.

Y en silencio, algo dentro de mí se rompió un poco.




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