Entre juegos y miradas

Algo nuevo

A la mañana siguiente, me desperté con una sensación extraña

Me tomó unos segundos recordar qué era.

Joseph. Habíamos quedado en ir juntos a la escuela para que yo le mostrara todo: los salones, los profesores, los lugares donde no hay que sentarse en la hora del recreo si no quieres acabar empapado por el sol.

Me levanté más temprano de lo normal, aunque no lo reconocería en voz alta. Me duché sin apuro, elegí con más cuidado mi ropa (algo cómodo, pero no desarreglado) y hasta me peiné diferente. No quería parecer que me importaba… pero sí.

Cuando salí, él ya me esperaba en la esquina, apoyado contra un poste, con los audífonos puestos y esa sonrisa suya que parecía medio dormida pero sincera.

—Wow, sí que eres puntual —dije, acercándome.

—Yo pensé que tú llegarías tarde —respondió con tono bromista—. Siempre llegabas tarde cuando eras niña.

—Tú no puedes recordar eso —solté una risa nerviosa.

—Claro que sí. Tenías una mochila con orejitas de conejo y una galleta derretida en el bolsillo.

Solté una carcajada real. ¿Cómo podía acordarse de eso?

Caminar juntos al colegio fue… fácil. Sin silencios incómodos. Sin la tensión que me rodeaba últimamente.

Y por primera vez, al entrar al colegio, no pensé en si me cruzaría con Daniel.
Pensé en qué le enseñaría a Joseph primero.

Cuando empezó la clase, Joseph se sentó a mi lado. No me lo preguntó… simplemente lo hizo. Y, sinceramente, le agradecí en silencio.

Justo ese día, según el orden de la lista, le tocaba a Daniel sentarse a mi lado. Pero él no estaba aún, así que no dije nada.

Pasaron unos minutos y la profesora comenzó a tomar lista. Entonces, como si el universo quisiera probar mi paciencia, Daniel apareció… tarde, como siempre.

Entró al aula sin mirar a nadie. Cuando llegó a su asiento habitual —el que estaba a mi lado— se detuvo por un segundo al ver a Joseph sentado allí.

Y luego… simplemente me ignoró.

Me dolió, aunque no quería admitirlo.

—Qué odioso —murmuré,

Daniel saludó a todos menos a mí hasta a Joseph que ni el conocia Le chocó la mano a uno de sus amigos, sonrió como si nada, y luego se sentó en la fila de atrás, como si no le importara en lo más mínimo que yo estuviera justo ahí, viendo todo.

Joseph lo observó un momento, luego se giró hacia mí.

—¿Te incomoda que no te salude? —preguntó en voz baja.

Me encogí de hombros, tratando de hacerme la fuerte.

—No es eso… solo que no entiendo por qué se comporta así.

Joseph no dijo nada. Se giró hacia atrás, miró directamente a Daniel y, con voz tranquila pero firme, le dijo:

—Si vas a estar cerca de ella, al menos sé respetuoso. Que la ignores solo ncomoda. Si vas a saludar a todos encima que llegues tarde sera mejor que te quedes donde estás.

La clase entera se quedó en silencio. Incluso la profesora se detuvo unos segundos, confundida por el tono tenso.

Daniel lo miró con desdén, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Luego se recostó en su asiento, giró la vista hacia la ventana… y no dijo nada.

Joseph volvió a mirar al frente, como si nada hubiera pasado. Pero yo… yo lo miré sorprendida. Nadie antes se había puesto así de firme por mí.
Ni siquiera yo misma.

El recreo había empezado, pero yo no me sentía bien.
Tenía el estómago vacío, la cabeza pesada y el corazón lleno de cosas que no sabía cómo ordenar. Lo de Daniel, las miradas, el comentario de sus amigos, la tensión… todo me pesaba encima.

Joseph me miró de reojo, atento.

—Eli… —dijo en voz baja—. No estás bien.

Negué con la cabeza. No quería hablar. Solo quería… desaparecer un rato.

Y entonces, sin decir una palabra más, Joseph me tomó suavemente del brazo y me alejó del pasillo, guiándome hacia la parte más tranquila del patio, detrás del edificio de arte. Nadie solía ir allí.

—Ven, siéntate un rato —me dijo con calma, bajando su mochila para ofrecérmela como almohada—. Respira. No tienes que fingir nada ahora.

Me senté sin protestar. Sentía las manos frías y la garganta cerrada. Me pasé los dedos por el cabello, frustrada.

—No he comido bien en días —murmuré—. Ni siquiera sé por qué sigo viniendo al colegio.

Joseph no dijo nada al principio. Solo se quedó allí, a mi lado, en silencio. A veces eso es más valioso que cualquier palabra.

Pero, como si el universo quisiera arruinar ese momento, una voz familiar rompió la calma:

—No deberías meterte donde no te llaman, ¿no crees?

Daniel.

Estaba parado a unos metros, con los brazos cruzados y la mirada fija en Joseph.

Joseph lo miró por un segundo… y luego simplemente volvió la vista hacia mí, como si Daniel no existiera.

—¿Quieres que te traiga algo de enfermeria? —me preguntó,

Yo asentí levemente, sin decir palabra.

—Perfecto. No te muevas, ya vuelvo.

Daniel bufó, molesto.

—¿Vas a seguir ignorándome?

Pero Joseph ya se había alejado, como si la única voz que le importara en ese momento fuera la mía.

Joseph se alejó en dirección a enfermeria, dejando tras de sí una calma rara, como si me hubiera envuelto en una burbuja por un instante. Cerré los ojos y respiré profundo.

Pero no duró mucho.

Escuché pasos acercándose… lentos, dudosos.

Abrí los ojos y ahí estaba Daniel, parado frente a mí. Esta vez no tenía los brazos cruzados ni esa expresión altanera de siempre.

Me estaba mirando con unos ojos distintos… ojos que dolían.

—Eli… —dijo en voz baja.

No respondí. No podía. Algo en mí se encogió al verlo así.

—Perdón —añadió—. Sé que he sido un imbécil. No tengo una excusa… solo que… no supe cómo actuar contigo después de lo que pasó. Me sentí confundido, molesto… conmigo mismo.

Sus palabras salían atropelladas, como si tuviera miedo de que me fuera a ir.

—Pensé que alejándome te haría menos daño —continuó—, pero ahora veo que solo te hice sentir invisible. Y eso… eso no te lo mereces.




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