Sus palabras me golpearon más fuerte de lo que quería admitir. Quise decirle que él había elegido alejarse, que no podía reclamarme ahora, pero antes de que lo hiciera, escuché pasos detrás de nosotros.
El corazón me dio un salto. Giré la cabeza y lo vi: Joel.
Venía hacia nosotros, caminando despacio, con esa sonrisa que ahora me resultaba incómoda. El leve olor a alcohol le precedía.
Su mirada se clavó en mí.
—Oye… —dijo, rascándose la nuca—. Quería disculparme. No quise incomodarte antes, lo juro.
Me crucé de brazos, un poco a la defensiva. No estaba segura de qué decirle, pero ni siquiera tuve tiempo de intentarlo porque Daniel dio un paso adelante. Lo vi tensarse, como si cada músculo de su cuerpo estuviera preparado para saltar.
—Creo que ya dijiste suficiente —dijo Daniel, con voz baja, helada.
Joel alzó una ceja, sorprendido por la respuesta. Yo sentí el aire cargarse de algo que no quería ver estallar.
—Basta, ya está —intervine, poniéndome entre los dos—. Joel, vuelve adentro, por favor.
Joel me miró con una mezcla de diversión y orgullo herido. Sus labios se curvaron en una sonrisa torcida y, con un tono burlón, dijo:
—No sabía que tenías guardaespaldas.
Su comentario fue como chispa sobre pólvora. Vi cómo los puños de Daniel se cerraban a su lado. Estaba a punto de decir algo, de hacer algo, y yo no podía permitirlo.
Me adelanté un paso más, levantando la mano en un gesto de advertencia.
—Ya basta, Joel. En serio.
Hubo un momento de silencio incómodo. Joel resopló, se encogió de hombros y, sin decir nada más, se dio media vuelta hacia la casa. Yo solté el aire que no sabía que estaba conteniendo.
Cuando lo vi alejarse, giré hacia Daniel. Su mirada seguía fija en el suelo, sus hombros aún tensos. No estaba enojado… estaba dolido, y de alguna manera eso era peor.
—Daniel… —empecé, pero no sabía cómo seguir.
Él levantó la vista hacia mí. Por un instante, vi en sus ojos al Daniel que conocía, al que me hacía reír, al que podía desarmarme con una sola sonrisa. Pero esa luz se apagó rápido.
—Esto no era lo que quería —murmuró, como si se hablara a sí mismo.
Mi garganta se apretó. Sentí una mezcla de culpa y rabia: culpa por no saber cómo manejar todo esto, rabia porque sentía que siempre terminábamos atrapados en el mismo círculo.
Antes de poder decir algo más, la puerta se abrió otra vez y Joseph salió, con esa calma que siempre lo rodea.
—¿Está todo bien aquí? —preguntó, mirando primero a mí y luego a Daniel.
Tragué saliva, intentando parecer serena.
—Sí… ya está todo bien —mentí, porque en realidad no lo estaba.
Joseph nos observó a los dos por un instante, como si no nos creyera, pero no insistió. Daniel se apartó, dándome la espalda, y yo me quedé allí, sintiendo que el aire frío de la noche era más amable que cualquiera de las palabras que no dijimos.
La música seguía vibrando dentro, como un eco lejano de una fiesta a la que ya no pertenecía. Afuera, el viento frío me acariciaba el rostro y, por un instante, creí que podía borrar el calor de las palabras que aún flotaban entre Daniel y yo.
Joel había desaparecido tras la puerta, Joseph seguía allí, a unos pasos, pero el silencio entre los tres era más ruidoso que cualquier canción.
Miré las luces que escapaban por las rendijas de la ventana y pensé en lo fácil que era para los demás seguir bailando, reír sin peso en el pecho, mientras yo cargaba con preguntas que ni siquiera sabía cómo formular.
Esa noche entendí que a veces las heridas no vienen con gritos ni peleas: llegan en silencio, en miradas que duelen más que cualquier golpe, en palabras no dichas que se quedan colgadas en el aire como hojas a punto de caer.
No sé en qué momento Daniel dejó de mirarme y yo dejé de buscar sus ojos. Solo sentí cómo la distancia entre nosotros crecía, aunque apenas nos separaban unos pasos.
Respiré hondo. No lloré. No esa noche.
Pero dentro de mí, algo se quebró, como el cristal de un vaso al chocar contra el suelo.
“Algún día —me prometí en silencio— dejará de doler mirarte.”
Y sin mirar atrás, volví a entrar a la fiesta, sabiendo que aquella noche quedaría suspendida entre luces y sombras, como un recuerdo al que tarde o temprano tendría que regresar