entre la cordura y el abismo

Capítulo 1: El primer paso

Abrí la puerta de la oficina de la Dra. Mendoza y sentí un nudo en el estómago.
Hoy empezaban mis prácticas.

Durante años había soñado con ese momento: el inicio de mi carrera, el primer paso real hacia aquello que siempre me había fascinado —entender la mente humana, incluso en sus formas más oscuras—. Pero ahora que estaba ahí, frente a la puerta con una mano temblorosa sobre el picaporte, la emoción y los nervios se mezclaban en mi pecho como una tormenta.

Respiré hondo, tratando de calmar el temblor en mis dedos. Me acomodé las gafas, revisé por enésima vez el cuaderno donde planeaba anotar cada detalle importante y toqué suavemente la puerta.

—Adelante —respondió la voz firme y clara de la Dra. Mendoza desde el otro lado.

Entré.

La oficina era amplia, con las persianas entreabiertas dejando pasar una luz dorada que bañaba los muebles de madera oscura. El aire olía a café recién hecho y a papel viejo. En las paredes había diplomas enmarcados, fotografías de congresos y una estantería que parecía a punto de colapsar bajo el peso de tantos libros de psicología, criminología y neurociencias. Todo estaba perfectamente ordenado, salvo una pila de expedientes abiertos sobre el escritorio y una foto enmarcada de la doctora junto a un grupo de colegas.

La Dra. Mendoza me observaba desde detrás de su escritorio. Tenía una postura erguida, elegante, y una expresión que transmitía calma y autoridad al mismo tiempo. Su cabello gris, recogido en un moño pulcro, y el traje sastre azul oscuro le daban una presencia imponente. Pero era su mirada lo que más llamaba la atención: unos ojos grises que parecían ver más de lo que uno decía.

—Naomi —dijo con una leve sonrisa—. Bienvenida. Tomá asiento, por favor.

Me senté frente a ella, intentando que no se notara lo nerviosa que estaba. Podía sentir cómo mi corazón latía con fuerza, casi tanto como el tic-tac del reloj de pared que marcaba un ritmo constante en la habitación.

—Estoy muy contenta de tenerte como mi aprendiz —continuó la doctora, entrelazando los dedos sobre el escritorio—. Me han hablado bien de vos. Sé que te apasiona la psicología forense, y estoy dispuesta a compartir todo lo que pueda enseñarte.

Asentí con entusiasmo.
—Muchas gracias, doctora. Es un honor poder aprender de usted.

Ella asintió con un gesto casi imperceptible, como si evaluara no solo mis palabras, sino también la forma en que las decía.

—Bien —dijo finalmente—. Quiero que sepas algo desde el principio: el trabajo forense no es como en las series o las películas. No hay finales perfectos ni certezas absolutas. Es un trabajo duro, exigente, y muchas veces solitario. Vas a escuchar historias terribles, vas a mirar a personas que han hecho cosas impensables… y aun así tendrás que tratarlas con respeto. Vas a necesitar paciencia, cabeza fría, y sobre todo, empatía.

Sus palabras me atravesaron. Había leído sobre eso, lo había escuchado en clases, pero en su voz sonaba diferente. Más real. Más pesado.

—Sé que no será fácil —dije, intentando sonar segura—. Pero estoy lista. Es lo que siempre quise hacer.

La Dra. Mendoza me sostuvo la mirada unos segundos, como si quisiera asegurarse de que realmente creía en lo que decía. Finalmente, sonrió apenas.

—Eso quería escuchar. Entonces, empecemos.

Abrió una carpeta de color negro y la giró hacia mí. En la portada solo había un número de expediente y la palabra “Confidencial” escrita en rojo.

—Nuestro primer caso será en el Hospital Neuropsiquiátrico Provincial —explicó—. Trabajaremos con uno de los pacientes internados allí.

Levanté la vista, sorprendida.
— ¿Un hospital psiquiátrico?

—Sí —respondió con calma—. Pero no cualquier paciente. Está en el área de alta seguridad.

La forma en que pronunció esas dos palabras me dejó un escalofrío recorriendo la espalda.

— ¿Y… sabe algo más sobre él o ella? —pregunté, intentando mantener un tono profesional.

—Muy poco. —Suspiró, cerrando la carpeta—. Todo el caso está bajo una estricta reserva. Ni siquiera tengo el nombre del paciente todavía. Solo me informaron que es un caso complejo y que ha requerido medidas especiales de contención.

“Medidas especiales.”
Esa expresión se me quedó grabada. En este campo, “especial” casi nunca significaba algo bueno.

— ¿Y cómo se supone que empecemos si no tenemos información? —pregunté, con curiosidad genuina.

La doctora apoyó los codos sobre el escritorio y entrelazó las manos.
—Con paciencia y observación. Mañana iremos al hospital. Nos reuniremos con el director y el equipo médico. Ellos nos darán los antecedentes y las pautas a seguir. Por ahora, quiero que te prepares para observar más de lo que hablás. La observación es nuestra herramienta más poderosa en el primer contacto.

Asentí. Era una lección que había escuchado muchas veces, pero que ahora sonaba diferente. Mañana no sería un ejercicio académico; sería real.

La Dra. Mendoza continuó:
—El trabajo en campo te enfrenta a cosas que los libros no pueden enseñarte. Vas a ver sufrimiento, manipulación, miedo, y a veces, una humanidad distorsionada pero aún presente. Tenés que aprender a mirar más allá de lo que parece evidente.

Me quedé en silencio, procesando sus palabras. Había soñado tanto con llegar a este punto… pero recién ahora comprendía el peso que implicaba.

—Y algo más, Naomi —agregó, con un tono más grave—. Este tipo de casos puede afectarte más de lo que pensás. Vas a escuchar cosas que se te van a quedar grabadas en la cabeza. No te involucres más de la cuenta. No intentes salvar a nadie. No te identifiques con el paciente. Recordá siempre que estás ahí para ayudar, no para juzgar… ni para absorber su dolor.

Me quedé inmóvil, tragando saliva.
—Lo voy a tener muy presente, doctora. Lo prometo.

Por un momento, su expresión se suavizó.
—Perfecto. Entonces, mañana a las ocho en punto nos encontramos acá. Partiremos juntas hacia el hospital.




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