entre la cordura y el abismo

Capítulo 2: Tras las rejas

El Hospital Neuropsiquiátrico Provincial se levantaba frente a nosotras como una especie de fortaleza gris. Aunque el sol de la mañana intentaba dar algo de vida al lugar, el edificio parecía resistirse. Había algo en sus paredes altas, cubiertas de alambre de púas, que daba la sensación de que estaban hechas no solo para mantener a la gente adentro… sino también para que nada de lo que pasaba ahí saliera.

La Dra. Mendoza y yo estábamos frente a la puerta principal, custodiada por dos guardias. El aire tenía un olor raro, una mezcla entre humedad y desinfectante, que me revolvía un poco el estómago. Miraba a mi alrededor tratando de absorber todo, pero no podía evitar sentir una incomodidad difícil de explicar. Este no era un hospital común.

La doctora notó mi expresión y dijo con voz tranquila, aunque firme:
—Tranquila, Naomi. Es normal sentirse así la primera vez que se viene acá. Pero recordá que, aunque parezca distinto, sigue siendo un hospital. Hay personas que necesitan nuestra ayuda.

Asentí, tratando de convencerme de que tenía razón. Aun así, la sensación de estar entrando a un mundo donde la cordura y la locura se mezclaban no me abandonaba.

Uno de los guardias se acercó. Era un hombre grande, de hombros anchos, con una mirada que imponía.
—Buenos días —saludó con tono grave—. ¿Dra. Mendoza y su asistente?

—Así es —respondió ella, mostrando su credencial—. Tenemos una reunión con el director.

El guardia revisó una lista y nos indicó que lo siguiéramos. Cruzamos una puerta pesada de hierro y entramos. El pasillo era largo, silencioso y un poco sofocante. Las paredes estaban pintadas de un verde pálido que, en lugar de dar calma, parecía absorber toda la luz. Solo se escuchaban nuestros pasos y, a lo lejos, murmullos que no lograba entender.

Mientras caminábamos, vi a algunos pacientes. Algunos estaban sentados, meciéndose suavemente, otros caminaban con la mirada perdida. Un par nos observaban con curiosidad. Había algo triste en sus rostros, pero también algo inquietante que me erizó la piel.

Intenté mantener la calma y recordar lo que me había dicho la doctora: objetividad y empatía. No estaba allí para juzgar, sino para comprender.

Finalmente, el guardia se detuvo frente a una puerta con un cartel que decía “Dirección”. Golpeó suavemente y, desde adentro, una voz respondió:
—Adelante.

Entramos. La oficina era amplia, bien iluminada y bastante más acogedora que el resto del edificio. Detrás de un escritorio ordenado, un hombre de mediana edad se levantó para saludarnos.

—Dra. Mendoza, bienvenida —dijo, extendiendo la mano—. Soy el Dr. Rodríguez, director del hospital.

—Un gusto, doctor —respondió la Dra. Mendoza con una sonrisa profesional—. Ella es Naomi, mi asistente.

El Dr. Rodríguez nos invitó a sentarnos.
—Gracias por venir. Sé que el caso que van a trabajar es... particular. Van a contar con toda nuestra colaboración. Tendrán acceso a los archivos y a cualquier área del hospital que necesiten.

Sentí un pequeño alivio. Saber que no tendríamos trabas hacía que todo pareciera un poco más manejable.

El director cambió ligeramente el tono de voz.
—Antes de empezar, necesito advertirles algo. El paciente con el que van a trabajar es extremadamente peligroso. Ha tenido episodios violentos graves y representa un riesgo tanto para el personal como para otros pacientes. Les pido, por favor, que sigan al pie de la letra las normas de seguridad.

Sentí cómo el corazón me daba un salto. Peligroso. Esa palabra se me quedó dando vueltas en la cabeza. No sabía si sentir miedo o una especie de fascinación.

—Entendemos perfectamente, doctor —respondió la Dra. Mendoza, con ese tono tranquilo que siempre mantenía—. Estamos preparadas y tomaremos todas las precauciones necesarias. ¿Podría darnos el nombre del paciente?

El Dr. Rodríguez dudó por un momento. Miró unos papeles, respiró hondo y finalmente dijo:
—Su nombre es Alex.

Un escalofrío me recorrió la espalda al escuchar el nombre.
Alex.
Un nombre tan simple, pero que sonaba con un peso extraño, casi siniestro. Miré a la Dra. Mendoza, buscando alguna señal de inquietud en su rostro, pero ella se mantenía tan serena como siempre, con esa expresión imposible de descifrar.

—Queremos conocer a nuestro paciente, Dr. Rodríguez —dijo con voz firme—. Creemos que es importante establecer contacto lo antes posible.

El doctor asintió.
—Lo entiendo. De hecho, ya la están preparando para que puedan verla. Pero hay algo que quiero aclararles: es ella, no él. Alex es una mujer.

Me quedé helada un segundo. No sé por qué, pero había imaginado a un hombre. Tal vez por la forma en que el doctor había descrito su peligrosidad. Saber que se trataba de una mujer me resultó, de algún modo, todavía más inquietante. Había algo en esa contradicción entre fragilidad y violencia que me descolocaba.

—Yo estaré presente en todas las sesiones —agregó el doctor, volviendo a su tono profesional—. Soy el médico a cargo de Alex y conozco bien su historial. Mi presencia es necesaria para garantizar la seguridad de todos.

—Por supuesto —respondió la Dra. Mendoza con una leve inclinación de cabeza—. Nos parece lo correcto.

El Dr. Rodríguez abrió un cajón y sacó una carpeta gruesa, llena de papeles y notas. La colocó sobre el escritorio con un leve golpe seco.
—Aquí tienen su historial médico completo. Incluye evaluaciones psicológicas, informes psiquiátricos y el registro de todo su tratamiento hasta ahora.

No pude evitar inclinarme hacia adelante. Me moría de ganas de ver qué había dentro de esa carpeta: cada palabra, cada diagnóstico, cada informe podría ayudarme a entender quién era Alex y qué la había llevado hasta ahí.

Pero antes de que pudiera decir nada, la Dra. Mendoza levantó una mano.
—Gracias, Dr. Rodríguez —dijo con calma—, pero preferimos no leer su historial por el momento.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.