entre la cordura y el abismo

Capítulo 3: El Expediente

Corrimos a través de los pasillos del hospital, el sonido de los gritos y del caos disminuyendo a medida que nos alejábamos de la celda de Alex. Las luces blancas del corredor pasaban a nuestro alrededor como destellos fantasmales, y cada paso parecía resonar con un eco hueco que aumentaba mi sensación de irrealidad. Mi corazón latía con una fuerza casi dolorosa y mis pulmones ardían por el esfuerzo, pero era mi mente la que verdaderamente parecía al borde del colapso.

No podía sacar de mi cabeza la escena. La enfermera cayendo. La sangre manando con una rapidez enfermiza. Los ojos desorbitados, aterrorizados, suplicando algo que ya nadie podía darle. Me temblaban las manos. Sentía los músculos rígidos, como si mi cuerpo entero se hubiera congelado en un estado de alarma permanente.

El Dr. Rodríguez nos llevó finalmente a su oficina. Cerró la puerta con tanta rapidez que el golpe retumbó en la habitación. Me desplomé en una silla, incapaz de sostener mi propio peso, mientras mis piernas vibraban sin control. La Dra. Mendoza se sentó a mi lado. Aunque estaba tan pálida como una sábana, su expresión seguía siendo firme, contenida, casi desafiante. Era impresionante verla así, incluso cuando el pánico se había filtrado claramente en sus pupilas.

Pasaron unos minutos sin que nadie hablara. El aire se volvió espeso, una mezcla de shock, incredulidad y un miedo que nos dejaba sin voz. Podía escuchar mi respiración irregular y el zumbido lejano de las luces fluorescentes. Tan solo eso. Hasta que, de pronto, el sonido inconfundible de sirenas rompió el silencio, acercándose con rapidez al estacionamiento del hospital.

Intenté hablar, pero apenas logré articular un murmullo intimidado. Me tomé un segundo para respirar y finalmente dije, con la voz aún temblorosa:

"¿Qué… qué fue eso?"

Las palabras salieron rasgadas, como si se me hubieran quedado atrapadas en la garganta.

El Dr. Rodríguez se frotó el rostro con ambas manos. Parecía desgastado, como si hubiera envejecido años en los últimos diez minutos. Su voz sonó quebrada, pero también cansada… como si estuviera repitiendo un discurso que nadie quería escuchar.

"Alex… ella es así. Impredecible, violenta… incontrolable. Les dije que era un caso peligroso."

La Dra. Mendoza se irguió de inmediato, como si esas palabras hubieran encendido una chispa explosiva dentro de ella.

"¡Peligroso!" Su voz retumbó en la oficina, más fuerte de lo que jamás la había escuchado. "¡Eso fue una barbaridad! ¡Casi mata a esa enfermera!"

El suelo vibró ligeramente bajo nuestros pies. Segundos después, escuchamos un estruendo de botas golpeando el piso del pasillo. Varios agentes de policía pasaron frente a la oficina en formación, armados, tensos, avanzando hacia el sector de psiquiatría. La imagen me dejó sin aliento: un escuadrón entero movilizado… por una sola paciente.

Sentí cómo el pánico escalaba dentro de mí, apoderándose de cada parte de mi cuerpo.

"¿Qué está pasando?", pregunté. Mi pregunta sonó más como un sollozo que como una frase articulada.

El Dr. Rodríguez se levantó y se acercó a la ventana. Observó durante unos segundos, con los ojos entrecerrados, como si analizara un desastre que ya conocía demasiado bien.

"Llamé a la policía," dijo finalmente, con una voz que no coincidía con su postura rígida ni con su mandíbula apretada. "Necesitamos ayuda para controlar a Alex. Es… demasiado peligrosa para manejarla solos."

La Dra. Mendoza se levantó de golpe, empujando la silla hacia atrás. Su expresión cambió por completo: ya no era la profesional fría y racional de antes. Ahora había fuego en sus ojos, una indignación afilada que llenó la habitación de una tensión nueva, corrosiva.

Se plantó frente al Dr. Rodríguez.

"¿Qué carajos fue eso?", le soltó con furia contenida. "¿Por qué no nos advirtió sobre esto? ¿Por qué no nos dijo lo peligrosa que era realmente Alex?"

El aire entre ambos parecía chispear.

El Dr. Rodríguez se echó hacia atrás, visiblemente intimidado por la ira de la Dra. Mendoza. Su respiración se volvió irregular, como si cada palabra que ella pronunciaba lo golpeara directamente en el pecho. Sus dedos tamborilearon nerviosos sobre el borde del escritorio antes de que se obligara a detenerlos.

"Lo siento, doctora," dijo finalmente, con una voz temblorosa que mostraba más de lo que pretendía. "Pensé que lo sabía. Pensé que entendía la situación."

"¡Claramente no lo entendí!" replicó la Dra. Mendoza, su tono afilado como un bisturí. "¡Casi ponemos nuestras vidas en peligro! ¡Y la vida de esa enfermera! Esto es inaceptable."

La fuerza con la que lo dijo hizo que algo en mí se estremeciera. Verla así —tan firme, tan vehemente— me dio la impresión de que podía enfrentarse a cualquier cosa… excepto a las mentiras.

El Dr. Rodríguez bajó la mirada, la sombra de la culpa marcándole las facciones. El cansancio parecía haberlo alcanzado al fin; sus hombros se desplomaron como si llevaran un peso demasiado grande.

"Lo sé," murmuró. "Sé que cometí un error. Debería haber sido más honesto con ustedes. Pero estaba asustado. Estaba asustado de lo que Alex podría hacer. He visto lo que es capaz de hacer. He visto el daño que puede causar."

Mientras hablaba, sus ojos se perdieron en un punto invisible del escritorio, como si imágenes que prefería olvidar reaparecieran sin permiso. Su voz se quebró ligeramente, y por un instante pareció no solo un profesional falible, sino un hombre acorralado por algo que lo superaba por completo.

La Dra. Mendoza no respondió de inmediato. Lo observó en silencio, con un rostro que mezclaba ira, juicio y, apenas perceptible, una pizca de compasión profesional. El tipo de compasión que se le concede a alguien que claramente está roto, pero que aún no tiene permitido derrumbarse.

Finalmente respiró hondo, como quien decide soltar el último resto de su indignación para permitir que la razón vuelva a tomar el mando.




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