Narion
La noche había caído sobre el palacio como un manto pesado. El eco de la celebración aún flotaba desde ayer en los corredores, pero yo no podía dormir. Había algo que me quemaba por dentro, algo que no podía callar más. Sabía que debía hablar con él: con mi padre, el rey.
Caminé por los pasillos en silencio, con la luna filtrándose por los ventanales. Cada paso me parecía más difícil que el anterior. Al llegar a la sala del consejo, lo encontré allí, sentado en su trono menor, revisando documentos con gesto severo. Su mirada se levantó al verme, y en sus ojos había la dureza de quien carga un reino entero sobre los hombros.
—Narion —dijo, con voz grave. —¿Qué haces aquí a estas horas?
Respiré hondo.
—Padre… necesito hablar contigo.
Se inclinó hacia adelante, con el ceño fruncido.
—Habla.
—No quiero casarme con Varissa —solté, con la voz temblando pero firme. —Entiendo que debo hacerlo, entiendo lo que significa para el reino… pero no son mis sentimientos. No es lo que quiero.
El silencio que siguió fue más pesado que cualquier palabra. Mi padre me miró como si no pudiera creer lo que había escuchado. Luego, su rostro se endureció aún más.
—¿Qué tontería es esa? —rugió, levantándose de su asiento. —¡No tienes elección, Narion! ¡Eres el príncipe heredero! ¡Tu vida no te pertenece, pertenece al reino!
Su voz resonó en las paredes, como un trueno. Yo intenté mantenerme firme, pero cada palabra me golpeaba como un látigo.
—Padre, lo sé… —respondí, con la voz quebrada. —Pero no puedo fingir sentimientos que no tengo. No puedo mirar a Varissa y decirle que la amo, cuando mi corazón…
—¡Tu corazón no importa! —me interrumpió, gritando. —¡Lo único que importa es la corona! ¡Lo único que importa es la alianza que este matrimonio traerá! ¿Quieres condenar a tu pueblo por un capricho?
Sus palabras me atravesaron. Sentí que me ahogaba, que el aire se volvía más denso. Pero dentro de mí, la verdad seguía ardiendo.
—No es un capricho —dije, con lágrimas en los ojos. —Es mi vida. Es lo que siento.
Mi padre golpeó el suelo con su bastón, furioso.
—¡Tu vida es el reino! ¡Tu vida es obedecer! ¡No vuelvas a hablarme de sentimientos, Narion, porque los sentimientos no sostienen un trono!
Me quedé callado, con el corazón destrozado. Sabía que no podía convencerlo. Sabía que para él, yo no era un hijo, sino un heredero. Y en ese momento, sentí que la distancia entre nosotros era más grande que nunca.
Elyndar
Yo estaba allí, en la sombra del pasillo. No debía escuchar, pero mis pasos me habían llevado hasta la puerta entreabierta de la sala del consejo. La voz del rey resonaba con fuerza, y la de Narion, quebrada, me atravesaba como una herida.
Cada palabra del rey era un golpe. “Tu vida no te pertenece.” “Tu corazón no importa.” Yo apretaba los puños, deseando entrar, deseando defenderlo. Pero no podía. No era mi lugar. Era su batalla, y yo solo podía ser testigo.
Vi cómo Narion bajaba la cabeza, cómo sus hombros temblaban bajo el peso de las palabras. Y dentro de mí, algo ardía. Porque yo sabía lo que él sentía, sabía lo que callaba. Y verlo así, humillado por su propio padre, me llenaba de rabia y tristeza.
El rey gritaba, y cada grito era un recordatorio de que Narion estaba atrapado en un destino que no había elegido. Yo quería correr hacia él, decirle que no estaba solo, que yo siempre estaría a su lado. Pero me quedé en silencio, escondido en la sombra, con el corazón latiendo como un tambor.
Narion
Al final, mi padre se volvió a sentar, con el rostro endurecido.
—Mañana hablaremos de los preparativos —dijo, con voz fría. —Y no quiero volver a escuchar tus quejas.
Me giré, con lágrimas contenidas, y salí de la sala. El pasillo estaba oscuro, pero sentí una presencia. Elyndar estaba allí, aunque no lo vi de inmediato. Su silencio era un consuelo, como si la luna misma me acompañara.
—Narion… —susurró, cuando me acerqué.
Lo miré, y en sus ojos encontré lo que mi padre nunca me daría: comprensión. No necesitaba palabras. Elyndar sabía. Elyndar siempre sabía.
Nos quedamos juntos en el pasillo, mirando la luna a través de los ventanales. No dijimos nada más. No hacía falta. La luna fue testigo de mi dolor, y Elyndar fue testigo de mi verdad.