Entre la Espada y el Encanto

Capitulo 2: Donde empieza el silencio

El callejón aún conservaba el eco de los pasos apresurados de aquella joven de porte noble. Theo, de pie frente al muro de piedra, sacó con cautela el libro que el rey le había confiado. Lo abrió con manos firmes, guiado por la intuición de que aquel símbolo tallado en la pared no era una coincidencia.

Al llegar a una de las primeras páginas, lo vio: el mismo dibujo, idéntico en forma y trazo. En cuanto lo tocó con los dedos, un leve resplandor verde emergió del papel. Fue breve, pero innegable.

—¿Qué ocurrió aquí...? —murmuró para sí, volviendo la mirada al muro.

El símbolo parecía mirar de vuelta, como si guardara un secreto que aún no estaba dispuesto a contar. Theo pensó que, tal vez, en ese mismo callejón había ocurrido algo importante relacionado con la historia del libro... o con lo que buscaba.

Sin embargo, las calles de Lisvane seguían activas a pesar del anochecer. Gente pasaba cerca, algunos con miradas curiosas hacia aquel forastero que inspeccionaba las paredes con un libro extraño en las manos. Theo decidió cerrar el libro y continuar su camino antes de llamar más la atención.

El murmullo del pueblo lo envolvía a medida que se alejaba. Puestos callejeros se alineaban en las esquinas, vendedores ofrecían empanadas, frutas dulces y bebidas calientes. Risueños grupos de vecinos se reunían a charlar bajo faroles encendidos, y por primera vez, Theo se permitió observarlo todo sin urgencia.

Pronto llegó al centro del pueblo, donde una fuente de piedra bien iluminada lanzaba reflejos dorados sobre las fachadas de madera. Unos músicos, entre ellos un joven con violín y otro con acordeón, animaban la plaza. Alrededor, algunas parejas bailaban con soltura. Risas, aplausos, el golpeteo rítmico de los pasos sobre el empedrado... todo era tan distinto a Santaria.

Theo se quedó un momento contemplando la escena. Y entonces, sin quererlo, su mente regresó a casa.

Recordó los entrenamientos sin descanso, las noches sin dormir, el esfuerzo constante por mantener a su madre y su hermana a salvo. Las manos endurecidas por la espada, los pies descalzos durante los inviernos duros. La pobreza, el hambre, el frío. Todo lo que había jurado no permitir que se repitiera. Todo lo que lo trajo hasta aquí.

Con el corazón más pesado que antes, retomó la marcha. Caminó hasta alejarse del bullicio y encontró un rincón apartado entre árboles bajos, donde el ruido del pueblo se desvanecía. Acomodó su bolso como almohada improvisada y se recostó mirando el cielo estrellado.

No podía dormir.

Su mente volvía, una y otra vez, a la joven encapuchada que lo había detenido en el callejón. En sus ojos había visto miedo, pero también decisión. ¿Quién era realmente? ¿Qué buscaba? ¿Por qué mencionó el bosque? Theo se reprochó no haberle preguntado más... aunque todo había pasado demasiado rápido.

Pensó en el símbolo, en el libro, en la misión. Sintió cómo su pecho se cargaba de preguntas sin respuesta.

Y entonces, sin darse cuenta, el sueño lo venció.

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El sol le dio de lleno en el rostro. Theo abrió los ojos de golpe, desorientado por un instante. Lo sorprendió ver que la plaza cercana ya comenzaba a llenarse de gente. Ni siquiera en aquel rincón alejado parecía haber verdadera soledad en Lisvane.

Se levantó apresurado. No quería llamar la atención.

Su estómago rugió, recordándole que desde ayer solo había tomado una jarra de cerveza en la taberna. Necesitaba comer.

Volvió al centro del pueblo. La luz de la mañana lo hacía todo más nítido: los techos rojizos, las flores colgantes en las ventanas, el aire fresco que olía a madera, pan recién hecho y tierra húmeda.

Un aroma en particular lo hizo detenerse. Pan tibio. Se dejó guiar por el olfato hasta que lo reconoció: venía de la taberna. No dudó en entrar.

Adentro, Thomas atendía a un par de soldados y algunos aldeanos. Reía, servía bebidas calientes y colocaba platos humeantes sobre las mesas. Theo eligió una mesa discreta, alejada de la barra. No quería destacar.

Thomas lo vio y se acercó con su habitual energía.

—¿Quieres algo de pan? —preguntó con una sonrisa.

Theo asintió.

Minutos después, tenía frente a sí un plato sencillo pero reconfortante, y una taza de infusión caliente. Comió sin prisa, observando el lugar. Personas de todas las edades y clases sociales se mezclaban allí sin tensiones. Era evidente que Thomas no solo ofrecía comida y bebida: ofrecía refugio.

"Debe ser alguien muy querido en este pueblo..." pensó Theo. "Carismático. Cálido. Y aún así, no parece cansarse nunca."

Cuando terminó de comer, se acercó a la barra y dejó unas monedas.

—Debes terminar exhausto con tanta gente entrando y saliendo —comentó, en tono casual.

Thomas soltó una carcajada.

—A veces sí —admitió—. Pero prefiero eso a tener la taberna vacía y triste. Mientras haya ruido, hay vida.

Theo asintió con una sonrisa leve. Había algo genuino en aquel hombre que le generaba confianza.

—Hoy va a haber más ruido de lo normal —añadió Thomas, sirviendo otra bebida—. El castillo organiza un baile de máscaras por el aniversario de Lisvane. Mucha gente, vino por todos lados, música, secretos... Lo de siempre. Y adiviná quién va a estar a cargo del vino.

—¿Tú?

—Exactamente. Y necesito ayuda.

Thomas lo miró con intención.

—Te veo observador. Te vendría bien ver el castillo desde adentro, ¿no?

Theo disimuló el leve sobresalto. Una oportunidad como esa... era justo lo que necesitaba.

—¿Quieres que te ayude?

—Serías bienvenido. Pero acuerdate: es un baile de máscaras. Nadie puede revelar su identidad. Esa es la gracia.

Theo sonrió con un poco picardía.

—Entonces cuenta conmigo.

Thomas le tendió la mano para sellar el trato. Theo la estrechó sin dudar.

Lo que comenzaba como un simple desayuno, acababa de transformarse en la entrada perfecta al lugar donde se tejían los secretos más importantes del reino.




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