Theo pasó el resto de la mañana en la taberna junto a Thomas, quien, fiel a su naturaleza, no tardó en ponerlo en marcha. Aunque el joven había aceptado la propuesta casi por inercia, ahora sentía una extraña ansiedad por la llegada del baile. Recordó la noche anterior, la fuente llena de gente animada, la música, las risas.
—Anoche había varias personas festejando en la fuente —comentó Theo mientras doblaba servilletas con poca gracia.
—Este pueblo es bueno para los festejos —dijo Thomas con una sonrisa—. Cuando hay fiesta, todos se prenden, hasta el rey. Lisvane sabe celebrar.
Las palabras despertaron algo en Theo. Bajó un poco la voz.
—De donde vengo casi no hay festejos. Creo que el único que recuerdo fue la coronación del rey.
Thomas lo miró por un momento, percibiendo algo más allá de las palabras. Asintió en silencio y, con un tono más cálido, cambió de tema:
—Te enseñaré a servir sin derramar una gota y sin marearte en el intento. Además, te vendrá bien distraerte un poco.
Y así pasaron las horas, entre jarras, risas y consejos. Theo se sorprendió al reír también. Durante un instante, olvidó el libro, el bosque y la razón que lo había llevado hasta ese reino lejano. Thomas tenía la misma calidez que recordaba de su madre.
La tarde se fue en un suspiro. Para cuando cayeron las primeras sombras de la noche, Theo y Thomas ya estaban cargando los barriles en un carro.
El cielo se mostraba despejado, con una luna redonda que iluminaba su camino hacia el castillo. A medida que se acercaban, Theo sintió un cosquilleo en la piel. Aquel lugar debía de estar cargado de historias.
Entraron por la entrada de servicio. Sirvientes iban y venían en una coreografía frenética, asegurándose de que todo estuviera perfecto. Un guardia los guió hasta su puesto: una larga mesa lateral donde servirían las bebidas.
Theo observaba. Todos llevaban máscaras: algunas sencillas, otras decoradas con perlas o plumas. Nadie sabía quién era quién. El noble podía bailar con un herrero y nadie lo notaría.
Perdió la mirada en el salón hasta que la voz de Thomas lo trajo de vuelta:
—Bueno, hora de trabajar. Escuchá bien: si ves a alguien tambalearse, servile agua y decí que es una bebida nueva. No hagas preguntas. Y si alguien te guiña un ojo, no es porque te quieran conquistar, es porque quieren otro trago.
Theo asintió con una leve sonrisa.
Pronto, los invitados comenzaron a acercarse por bebidas. El primero fue un noble de voz grave y gesto teatral.
—¡Qué gran noche! Aunque sería mejor sin tantos guardias... Dicen que hay un espía por ahí rondando.
Theo lo miró con atención.
—¿Un espía?
El noble se inclinó hacia él, bajando la voz.
—Sí. Alguien vino de otro reino buscando algo... o a alguien. El rey no está nada contento. Pero shhh, no lo escuchaste de mí.
Se alejó riendo, copa en mano.
Luego llegó un guardia fuera de servicio. Se notaba por la forma relajada en que caminaba.
—¿Viste a una joven enmascarada con vestido azul oscuro? —preguntó.
Theo negó con la cabeza.
—Rumores. Dicen que la princesa salió del castillo hace días y alguien la vio en el bosque. Nadie sabe si era ella... o una impostora.
Theo se quedó pensativo. Otra pista. Otro misterio.
La siguiente fue una dama de vestido rojo. Su máscara cubría casi todo su rostro, pero el cabello negro y los labios rojos no pasaban desapercibidos.
—Tus manos no son de sirviente. ¿Cuál es tu historia? —preguntó con una voz suave, casi un susurro.
Theo levantó la vista, sorprendido, pero sin perder la compostura.
—¿Y la suya?
La dama sonrió, misteriosa.
—Solo te diré esto: no eres el primero que busca ese libro escondido entre tus ropas. Y no todos sobrevivieron.
Theo se congeló. Pero antes de que pudiera responder, ella se alejó danzando entre la multitud, dejando atrás solo su perfume y sus palabras.
Cuando tuvo un momento libre, Theo se acercó a Thomas y le contó lo que había escuchado de los invitados... aunque omitió lo que le dijo la mujer del vestido rojo.
Thomas seguía sirviendo con una velocidad imposible, como si tuviera más de dos manos.
—La gente dice muchas cosas en las fiestas. Algunas son verdad. Otras... son solo para impresionar —dijo sin dejar de trabajar.
Tras varias rondas de bebidas, Thomas le dio permiso a Theo para que tomara un respiro.
El joven no perdió tiempo. Se mezcló entre los invitados, observando. Hasta que la vio.
Una muchacha de largo cabello rubio y vestido azul. Había algo en su forma de moverse, de girar la cabeza. Theo sintió que ya la había visto antes.
Se acercó.
Ella también pareció reconocerlo, aunque ninguno de los dos nombró al otro. Hablaron por unos minutos, compartiendo pensamientos vagos, preguntas sin respuesta, miradas cargadas de algo que ninguno sabía nombrar.
Fueron interrumpidos por el vocero del rey, quien pidió silencio para anunciar la entrada del soberano.
El rey de Lisvane hizo su aparición con un andar imponente.
—Hoy celebramos el aniversario de nuestra tierra. Brindamos por nuestros ancestros, por las alianzas que han traído paz, y por el futuro que construiremos juntos. Que Lisvane continúe siendo un faro de esperanza en tiempos inciertos.
Los presentes alzaron sus copas y brindaron.
Cuando Theo volvió la vista hacia la muchacha del vestido azul... ya no estaba.
Volvió a su puesto junto a Thomas, y trabajaron hasta que la última copa fue servida. Luego regresaron juntos a la taberna.
Mientras dejaban los barriles en su sitio, Theo se dirigió a la puerta, pensando que su trabajo ya había terminado.
—Espera —dijo Thomas—. Mañana vas a estar exhausto. No cobro tan caro el hospedaje, ya viste el menú.
Theo soltó una carcajada. Dudó un segundo, pero luego asintió.
Mientras el viento soplaba afuera, y la luna bañaba los tejados con su luz plateada, Theo cerró los ojos.