Theo se despertó más temprano de lo que esperaba. No fue el sol ni el bullicio lo que lo arrancó del sueño, sino una incomodidad persistente que lo empujaba desde adentro, como si algo invisible le susurrara que no debía seguir durmiendo.
El pueblo estaba lleno de secretos. Y él no podía quedarse quieto mientras estos se deslizaban frente a sus ojos sin ser descubiertos.
Afuera, la luz aún era suave, y el aire fresco de la mañana lo despejó. Caminaba con el libro en la mano, hojeando algunas páginas en busca de alguna nueva pista, cuando, sin darse cuenta, casi choca de lleno contra un caballo.
—¡Cuidado, joven viajero! —dijo una voz conocida.
El caballo resopló con calma, y Theo levantó la vista. Era Frank, el mercader que lo había traído a Lisvane. Vestía con la misma soltura de siempre y su sonrisa escondía esa picardía de quien ha recorrido más caminos que los que cualquier mapa podría dibujar.
—Frank —saludó Theo, aliviado—. No lo vi venir.
—Eso noté. —Frank rio, bajando del caballo con agilidad—. Pero no fue casualidad. Tengo algo para ti.
Le tendió un sobre sellado con cera roja. El emblema de Santaria relucía en relieve. Theo lo reconoció al instante. Sus dedos temblaron apenas al tomarlo.
—Vienen con prisa, últimamente —comentó Frank, casi como un pensamiento en voz alta—. Cada vez se me hace más corto el viaje de reino a reino. —Y con una palmada al cuello del caballo, continuó su camino, perdiéndose entre los primeros puestos que ya comenzaban a abrir.
Theo se quedó en el mismo lugar, contemplando el sobre. Luego, sin esperar más, lo abrió.
"El rey necesita noticias sobre la misión que emprendiste. ¿Cuán cerca estás del artefacto? No debes retrasarte.
Recuerda que tu silencio es tu lealtad."
La carta era breve, directa... y cargada de presión. Theo sintió cómo se le aceleraba el pulso. No le habían dicho que la misión era inmediata. Él pensaba que tendría semanas, incluso meses. ¿Tanto sabía ya el rey? ¿O simplemente estaba impaciente?
Con la mente aún agitada, decidió volver a la taberna. Necesitaba un espacio familiar, un poco de orden, y sobre todo, escribir una respuesta.
Cuando entró, fue recibido por un estruendo de voces. Un grupo de hombres reía, brindaba y cantaba una melodía que parecida traída del mar. Vestían con colores vivos, telas bordadas, joyas oxidadas, bandas en la cabeza, tatuajes, barbas largas. No eran parte del pueblo, eso era evidente. Su presencia destacaba como el fuego en la niebla.
Theo intentó esquivarlos sin llamar la atención. No sabía si eran amigables o temperamentales, y no tenía intención de averiguarlo.
—¡Y ahora una más, por la brújula errante! —gritó uno, levantando su jarra.
Detrás del mostrador, Thomas reía con gusto.
—¿Son recurrentes por aquí? —preguntó Theo, acercándose.
—Cada tanto. Vienen a descansar del mar y sus aventuras. Se hacen llamar La Brújula Errante. Son un grupo peculiar, pero buena gente... hasta que intentan cantar.
Thomas hizo un gesto cómplice hacia el grupo, y en ese instante Theo notó que entre ellos había una mujer. No podía pasar desapercibida. Su cabello cobrizo caía en ondas rebeldes sobre sus hombros y su ropa, aunque práctica, estaba adornada con piezas de distintas culturas, como si llevara el mundo encima. Cantaba con entusiasmo, aunque sin afinar, y reía con una libertad contagiosa.
Se acercó con dos jarras vacías.
—¿Otra ronda? —bromeó Thomas—. ¿No han tenido suficiente? Se van a quedar unos días, ¿no? Porque no quiero terminar nadando en vómito.
—Puedo navegar con los ojos vendados si hace falta —respondió la joven con una sonrisa ancha—. Por algo me dieron el rol de capitana.
Thomas chasqueó la lengua, divertido, y comenzó a llenar las jarras.
Theo, mientras tanto, tomó asiento cerca de la ventana. No quería intervenir, pero su oído captaba todo. La palabra capitana resonó con cierto interés. Aún así, no hizo contacto visual. Solo sacó su pluma, una hoja en blanco, y el libro que ya sentía casi parte de su cuerpo.
Tenía que escribir al rey.
Pensaba en qué decirle, cómo justificar el tiempo, cuando sintió una presencia detrás.
—¿Qué estás escribiendo, viajero silencioso? —preguntó una voz curiosa.
Theo se giró y la vio. Era ella: la capitana de cabello cobrizo, con una jarra en una mano y el dedo de la otra señalando su libro. Había una página abierta con la ilustración de una flor.
—Esa flor... —dijo—. Se llama Brisalda. Sé dónde encontrarla. Es una de las más hermosas que vi en mi corta vida.
Theo no respondió de inmediato. Se quedó observando la imagen, luego a la mujer. ¿Podría esa flor tener relación con el artefacto? ¿Era solo una coincidencia?
—Cuando no este con tantas copas encima, puedo llevarte. Si soy buena navegando, guiar por el bosque es pan comido —añadió, aún con su tono bromista.
Theo dudó un segundo, pero no quería dejar pasar otra oportunidad como la de la joven encapuchada del otro día.
—Me serviría mucho. Estoy recolectando las flores más llamativas de cada reino —dijo, improvisando.
La capitana lo miró con cierta picardía, como si no creyera del todo su historia, pero decidiera seguir el juego.
—Entonces, Thomas, ¡más tarde prepáramelo! Por la tarde paso a buscarlo —dijo alzando la voz.
Thomas asintió, contagiado por el entusiasmo.
Theo esbozó una sonrisa, algo incómoda, pero genuina.
Mientras la risa y los cantos continuaban, Theo subió a su habitación. Desplegó el papel y escribió con firmeza:
"Mi Lord,
Cada día tengo una nueva pista que me acerca al artefacto. Le pido tiempo. Con lealtad y honor, le aseguro que lo obtendré."
Luego bajó nuevamente y buscó a Frank para entregarle la carta. Pero el mercader negó con la cabeza.
—No me voy por unos días. Mi caballo y yo necesitamos descansar. Pero puedes llevarla a un amigo mío: Hank. Parte mañana hacia los reinos vecinos. Lo vas a encontrar cerca de la costa.