La luz entraba suavemente por las ventanas de una casa escondida entre árboles antiguos. El lugar estaba lleno de objetos encantados: frascos con líquidos que cambiaban de color, velas que no se derretían y libros que se abrían solos cuando alguien los miraba con suficiente intención. Entre todo ese caos acogedor, una mujer de cabello ondulado y oscuro preparaba su almuerzo. Se movía con calma entre ollas y hierbas secas, tarareando una melodía que parecía no tener fin. Pero justo cuando estaba por sentarse a comer, tres golpes secos sonaron en la puerta.
Se detuvo.
Con un gesto instintivo, tomó un pequeño objeto encantado que descansaba sobre la repisa. No era un arma letal, pero sí una forma de defensa... por si acaso. Lo escondió detrás de su espalda y se acercó lentamente a la puerta.
Al abrirla, se encontró con la mirada penetrante de un hombre joven, alto y firme como una torre. Su armadura era oscura, al igual que su cabello, y su expresión no dejaba lugar a dudas.
—Buenos días, bruja Mara. El rey necesita de su presencia —dijo con voz seria.
Mara arqueó una ceja.
—¿Para qué? Y no me digas bruja —respondió sin perder la compostura.
—Ven conmigo y se lo diré en el camino —replicó el joven.
Sin muchas más explicaciones, ambos subieron a un carruaje que, aunque elegante, no era de uso real. Parecía hecho para invitados importantes... pero no demasiado importantes.
El trayecto comenzó en silencio. Mara observaba por la ventana con los brazos cruzados, esperando que su acompañante hablara. Pero pasaron varios minutos hasta que ella rompió el silencio.
—Pensé que me ibas a decir para qué me necesita el rey apenas subiéramos.
El joven mantuvo la vista al frente, pero su tono bajó apenas.
—El rey necesita que convivas con la princesa. Por un asunto... que estoy seguro descubrirás sola. Escuché que sacas conclusiones con solo mirar. No puedo decir más ahora —agregó, señalando discretamente al conductor del carruaje, que parecía escuchar de reojo—. Hay oídos que no saben quedarse quietos.
El conductor, al sentirse descubierto, desvió la mirada rápidamente hacia el camino.
Mara asintió sin más preguntas. No volvió a hablar hasta que llegaron al castillo.
Allí, el joven caballero la acompañó por pasillos amplios y decorados con retratos al óleo. Rostros de reyes antiguos la observaban desde lo alto, solemnes y distantes. Notó algo curioso: entre todos esos cuadros, sólo una figura femenina destacaba. Era reciente. El retrato de Eliza, la primera princesa en la historia de Lisvane.
Finalmente, se detuvieron ante una gran puerta. El joven abrió sin anunciarse.
Dentro había una habitación sin sirvientes. Sólo estaban el rey, la reina, una mujer mayor de aspecto sabio, el joven caballero... y ahora Mara.
Ella hizo una reverencia, sin exagerar, pero con respeto.
—Su Majestad. ¿Qué es lo que realmente tengo que hacer para ayudarlo?
El rey la observó con atención antes de responder.
—Ya que los que estamos en esta sala conocemos la verdad, te lo diré sin rodeos. Aunque esperaba que lo descubrieras por tu cuenta. —Hizo una pausa breve—. Mi hija, Eliza, la princesa de Lisvane... está bajo una maldición. Una maldición que proviene del hechicero Lirien.
Mara no se inmutó, aunque internamente se tensó.
—Últimamente —continuó el rey—, ha sido difícil controlar ciertos... impulsos en ella. Necesitamos a alguien que pueda comprender su esencia, sin encerrarla ni temerle. Una hechicera sabia, como tú.
—¿Dónde puedo encontrarla? —dijo Mara, como aceptando el llamado.
El rey asintió con gravedad y miró al caballero.
—Santiel, acompáñala con Eliza.
El joven asintió sin decir palabra. En el trayecto, Mara se dejó llevar por el silencio, pero no por la distracción. Observaba cada rincón del castillo, sus tapices, las vitrinas, los muros llenos de historia.
Finalmente salieron al exterior.
El contraste era llamativo: a diferencia del bosque donde vivía, todo aquí estaba recortado y ordenado, como si la naturaleza hubiese sido domada a la fuerza. Caminaron por senderos verdes y prolijos hasta llegar a un gran invernadero.
—Debe estar aquí —dijo Santiel, abriendo la puerta de vidrio—. Eliza, ¿Dónde estás?
La respuesta llegó pronto.
Una muchacha de cabello largo y rubio apareció entre las flores, con una amapola roja en las manos.
—¡Santiel! ¡Mira! Ya florecieron mis amapolas —exclamó con alegría.
El rostro de Santiel se suavizó de inmediato. Ya no era el guardia frío de antes.
—Qué lindas están... pero tengo que cambiarte de tema. Te presento a Mara. Ella va a ser tu acompañante a partir de ahora.
La sonrisa de Eliza se desdibujó apenas.
—¿Es por que me escapé? Ya dije que no lo iba a volver a hacer... —murmuró con una mezcla de culpa y resignación.
—Las dejo para que se conozcan. Estaré cerca —dijo Santiel antes de alejarse.
Eliza se volvió hacia Mara con curiosidad, aunque sin perder su energía.
—Te haré un resumen antes de que me preguntes —dijo de golpe—. Me escapé. Me atraparon. Quería conocer el pueblo que algún día supuestamente gobernaré... si es que alguna vez me caso. También quería ver el bosque. Leí sobre el en la biblioteca. Es tan intrigante...
Sus ojos brillaban al hablar del bosque. Mara lo notó.
—Yo vivo en ese bosque. Es raro que alguien quiera ir allí... la mayoría lo evita.
Eliza la miró con asombro, como si acabara de revelarle el mayor secreto.
—¿Vives ahí en serio? ¿Es cierto lo que dicen? ¿Hay criaturas mágicas? ¿Conoces las flores Brisalda? ¡Muero por ver una!
Mara sonrió apenas. Con gesto tranquilo, abrió su bolso y sacó una flor. Una Brisalda, brillante y viva.
Eliza soltó una exclamación de alegría, la tomó con cuidado y abrazó a Mara sin pensarlo.
A partir de ahí, la princesa no dejó de hablar. Hablaron de plantas, libros, reinos lejanos. Mara escuchaba más de lo que hablaba, pero iba extrayendo detalles. Buscaba pistas sobre la maldición.