Entre la gloria y tu

capítulo 5

Él estaba recargado contra el marco de la puerta de la biblioteca, distraído con su celular, como si no supiera que cada paso de Clara se dirigía, inevitablemente, hacia él. Su camisa blanca contrastaba con su piel bronceada y el cabello rebelde le caía sobre la frente como si el viento hubiera decidido posar justo allí. Clara se detuvo un segundo antes de entrar, fingiendo buscar algo en su bolso, solo para poder observarlo.

—¿Me vas a mirar mucho más o ya puedo hacer como que no me doy cuenta? —dijo Iker sin apartar la vista del teléfono, pero con una sonrisa ladeada.

Clara se ruborizó, deseando desaparecer entre las columnas.

—No te estaba mirando —mintió.

—Ah, claro. Solo me analizabas para un retrato, ¿verdad?

—Olvídalo —esquivó su sonrisa con un movimiento brusco y entró. El olor a papel viejo y madera barnizada la envolvió. La biblioteca era silenciosa, con techos altos, lámparas colgantes de cristal y una enorme ventana que dejaba pasar la luz anaranjada del atardecer.

Él la siguió.

—¿Te puedo ayudar a buscar algo?

—No. Estoy bien sola.

—Últimamente pareces estar muy sola.

Su tono era ligero, pero algo más se escondía debajo. Clara se giró hacia él con una mezcla de rabia y tristeza que no supo de dónde venía.

—¿Y tú qué sabes?

Él ladeó la cabeza, divertido.

—Sé muchas cosas. Por ejemplo, que en sexto grado te tropezaste frente a todo el colegio y dijiste que los fantasmas te habían empujado. O que en décimo escribiste mi nombre en tu cuaderno al menos once veces... y lo rodeaste de corazones.

Clara se quedó helada. Lo había olvidado. Maldita Valentina.

—Eres un imbécil.

—Pero uno encantador —dijo él, sonriendo. Su voz era como un anzuelo: ligera, pero imposible de ignorar.

Clara quiso odiarlo. Pero algo en su pecho temblaba. Recordó el día que Iker la defendió frente a los bravucones del colegio, años atrás. No tenía más de doce, pero cuando él se interpuso con su mochila como escudo, ella sintió por primera vez lo que era que alguien la mirara como si importara. Desde entonces, Iker se volvió su debilidad, incluso cuando se convirtió en un chico difícil de leer, un poco cruel, y demasiado encantador para su propio bien.

—Clara, ¿estás bien? —preguntó Iker con un cambio repentino en su expresión, más serio.

—Estoy... —Pero no terminó. Porque en ese instante, un leve zumbido interrumpió el momento. Provenía del pasillo. Voces apagadas, rápidas, tensas.

—¿Escuchaste eso? —susurró Clara.

Ambos salieron de la biblioteca. Iker, distraído por una llamada entrante, se alejó unos pasos para contestar. Clara, en cambio, se detuvo al ver una figura familiar girar por el pasillo del ala este: Aedan.

Él no la vio. Caminaba deprisa, el teléfono pegado al oído, con esa expresión tensa que rara vez dejaba ver.

Clara dudó solo un instante antes de seguirlo, en silencio.

Se ocultó tras una columna cuando lo vio detenerse en un rincón desierto del ala más antigua del edificio. Las ventanas estaban polvorientas, el techo alto y arqueado. Desde donde estaba, podía oírlo con claridad.

—¿Estás seguro de que no se enteraron? —la voz de Aedan era baja, pero firme—. Aún no están listas.

Una pausa. Clara se inclinó más.

—No, no podemos decírselo todavía. Ni a Clara ni a Valentina. Los Juegos del Umbral no son una opción, son una sentencia. Y aún no las entrenamos lo suficiente.

Clara contuvo la respiración. Su estómago se contrajo como si alguien lo hubiese apretado con fuerza. ¿Los Juegos del qué?

—Margaret quiere acelerar el proceso. Dice que el Consejo está presionando. No hay tiempo.

Otra pausa. Y luego, una frase que la dejó congelada.

—Clara aún no recuerda lo que ocurrió en el lago. No podemos despertar ese trauma sin control. No ahora.

El corazón le retumbaba tan fuerte que le costaba respirar. ¿Qué demonios era eso? ¿Qué había pasado en el lago?

Dio un paso atrás, pero algo crujió bajo su pie. Un fragmento de cerámica rota.

Aedan se giró de inmediato. Su mirada se cruzó con la suya.

—Clara.

Su voz ya no era la del protector. Era otra. Más oscura. Más rota.

—¿Qué estás escondiéndome? —preguntó ella, sintiendo la furia hervir en su pecho—. ¿Qué son los Juegos del Umbral? ¿Qué pasó en el lago?

Él guardó el teléfono con rapidez. Se acercó.

—No deberías haber escuchado eso.

—No deberías esconderme cosas. ¡Estoy harta de que todos me traten como una niña! Iker juega conmigo. Tú me vigilas como si fuera un cristal a punto de romperse. ¿Qué soy, Aedan? ¿Una pieza más en su maldito tablero?

La tensión entre ellos se volvió insoportable. El aire parecía vibrar.

Aedan la miró fijamente. Algo en su expresión cambió, como si se quitara una máscara invisible.

—No soy tu enemigo, Clara. Créeme, lo único que intento es protegerte.

—¿Protegerme de qué?

Él se acercó más. Sus ojos, normalmente serenos, estaban encendidos con algo que nunca antes había mostrado frente a ella.

—De ti misma. De lo que eres. Y de lo que vas a ser.

Ella retrocedió, confundida. Pero en sus palabras no había amenaza. Había tristeza. Y miedo.

—Estás loco.

—No. Ojalá lo estuviera.

Clara giró sobre sus talones y se fue, sin mirar atrás. Pero la imagen de sus ojos la siguió como un eco, persistente y profundo.
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Esa noche, Clara y Valentina se escondieron en el desván del orfanato abandonado detrás del colegio. Un lugar polvoriento, con ventanas rotas y olor a humedad. Pero ahí, por fin, podían practicar sin miedo.

—No dejo de pensar en lo que escuchaste —murmuró Valentina, intentando formar un pequeño remolino de agua entre sus manos. Su marca en la nuca brillaba levemente, azul pálido—. Los Juegos del Umbral... suena a algo de lo que nadie vuelve.

—Y mencionó algo del lago. Yo... tengo un recuerdo. Muy borroso. Una vez soñé que me ahogaba y alguien me sostenía por la muñeca. Sentía que la fuerza en mi interior quería salir. Pero no lo entendí.




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