Entre la gloria y tu

capítulo 8

El suelo bajo los pies de Clara parecía quebrarse con cada paso. El entrenamiento se había vuelto más intenso de lo que jamás imaginó. Aedan no era indulgente; cada movimiento, cada caída, cada intento frustrado era una prueba que debía superar. Sin embargo, había algo diferente en él: ya no era solo ese guardián hermético que le exigía sin piedad, sino alguien que empezaba a compartir fragmentos de sí mismo, como si confiara en que ella podía cargar con ellos.

—No vas a rendirte ahora —dijo, mientras la ayudaba a levantarse tras caer por tercera vez. Sus dedos rozaron los de ella, y Clara sintió un extraño calor subirle por los brazos.

—Solo necesito… un respiro —jadeó, llevando las manos a las rodillas.

Aedan la miró fijamente. Su semblante seguía siendo severo, pero sus ojos tenían un brillo distinto, uno que parecía traicionarlo.

—Un respiro está bien. Rendirse no.

Y, por primera vez en días, Clara sonrió.

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Más tarde, mientras se dirigía a los pasillos de la academia, Aedan se detuvo en seco. Allí estaba Clara. No estaba sola. Iker, con esa sonrisa fácil y sus palabras envolventes, la hacía reír como si no existiera nada más en el mundo.

La risa de Clara lo atravesó como una daga invisible. Aedan sintió un nudo en el pecho que no supo nombrar, y aunque intentó convencer a su razón de que aquello no era nada, sus ojos se negaban a apartarse de la escena. Ella lo miraba de un modo distinto cuando estaba con Iker… más ligera, más viva.

Se apoyó contra la pared, intentando controlar la respiración.

—No… esto no importa —se dijo en silencio, pero su mandíbula apretada lo delataba. La contradicción lo devoraba: quería alejarla de Iker, arrancarla de su influjo, y al mismo tiempo sabía que no tenía derecho. Con un gesto brusco, giró sobre sus talones y se alejó, prefiriendo perderse en el frío de los corredores antes que admitir lo que en verdad sentía.

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El punto de vista cambió. Iker, en el mismo pasillo, se quedó en silencio por unos segundos, como si aquella risa compartida hubiera sido un escudo que lo protegía de lo inevitable. Pero en cuanto se separó de Clara, su mente lo arrastró de vuelta a su hogar, a las paredes pesadas de un linaje que jamás le permitió ser simplemente un chico de dieciséis años.

Su madre lo esperaba siempre como un juez espera a un culpable. La matriarca del clan no conocía la palabra ternura; en su mirada solo había exigencia y ambición.

—Eres mi hijo, y no cometerás los errores de tu padre —le repetía con voz de hierro.

Iker solía callar, fingir indiferencia. Pero cada palabra de ella era una grieta en su orgullo. Odiaba esa casa, odiaba ese papel de heredero que le habían impuesto, y lo odiaba aún más porque sabía que, en algún lugar de sí mismo, nunca podría escapar de ello.

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La noche cayó como un velo y, bajo un cielo que parecía más profundo de lo normal, Aedan e Iker fueron llamados a lo imposible: el ingreso al mundo mágico.

El portal se abrió frente a ellos con un resplandor azul que se curvaba como agua en movimiento. Cruzar fue como sumergirse en un sueño sin retorno.

Lo primero que vieron fue la magnitud de los edificios, levantados en mármol negro y cristal que brillaba con luz propia. Calles empedradas parecían respirar, iluminadas por faroles que contenían fuego eterno. En el aire flotaban susurros, palabras en lenguas olvidadas que se entrelazaban con el viento.

El lujo era abrumador: torres que rozaban el cielo, estatuas de guerreros inmortales, fuentes que no arrojaban agua, sino hilos de luz que danzaban en el aire. Y, en medio de tanta belleza, había una sensación inquietante, un eco sombrío que advertía que ese mundo no estaba hecho para los débiles.

Iker miró todo con los ojos abiertos de par en par, y por un instante pareció un niño maravillado. Aedan, en cambio, mantenía su semblante firme, aunque por dentro el recuerdo de Clara lo seguía como una sombra.




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