La ansiedad se volvió parte de la rutina.
Tres días parecían una eternidad, pero al mismo tiempo un parpadeo. Clara lo sentía en el estómago, como un nudo apretado que no cedía. Valentina no estaba mejor: se mordía las uñas, caminaba en círculos por la habitación y de vez en cuando la miraba como si esperara que ella tuviera todas las respuestas.
—No puedo más, Clara… —murmuró Valentina en voz baja, con los ojos cargados de miedo—. ¿Y si no regresamos?
Clara tragó saliva, porque esa misma pregunta había estado martillándole la cabeza durante horas. No lo dijo, pero lo pensó: ¿y si el Umbral era lo último que verían?
En las noches, los sueños eran un caos de imágenes: portales que se abrían como bocas hambrientas, sombras que los perseguían y voces que repetían su nombre. Y cada amanecer era peor que el anterior, porque la cuenta regresiva seguía avanzando.
Clara llegó exactamente a la Sala de Resonancias N-3, en el subsuelo del ala norte. Había bajado por la escalera de hierro que queda detrás de la hemeroteca, la de los peldaños estrechos que crujen y dejan olor a óxido en las manos. A esa hora —21:15, según el mensaje seco de Aedan: “N-3. Puntual.”— ya no pasaba nadie por ese corredor. La puerta tenía una cerradura con runas; Aedan la abrió apoyando la palma y la cerró tras ella con un golpe manso que apagó el mundo exterior.
La N-3 era rectangular, de vigas vistas y piso de madera encerada con círculos de tiza superpuestos. Cuatro antorchas de llama azul daban una luz limpia, sin humo. En una pared, una hilera de varas de fresno; en otra, un cuenco con resina de pino y vendas. Se escuchaba, a intervalos, el goteo de una tubería vieja. Olía a madera caliente, resina y un toque metálico, como antes de una tormenta.
—Llegas a tiempo —dijo Aedan sin el abrigo, mangas remangadas, respiración tranquila. Tomó dos varas—. Hoy no esperes indulgencia.
Le tendió una. La madera estaba templada; Clara la notó viva contra la piel. Aedan se movió primero, lento, tanteando su defensa. El primer choque fue un timbre seco que vibró en la sala. El segundo, más alto. Al tercero, las muñecas de Clara ardían.
—Alza el codo —susurró él, entrando en su espacio. No la tocó. Todavía.
Otro intercambio. Clara falló un bloqueo y retrocedió; Aedan pasó por su flanco con un giro limpio.
—Tu centro está atrás. Aquí —dijo, y ahora sí la tocó: dos dedos en la base del esternón, presión breve. El calor le atravesó la piel. El aire se le atascó un segundo.
Volvieron a empezar. Aedan marcaba ritmo y Clara respondía, cada vez más rápido. El sonido de las varas fue construyendo un pulso: tak-tak, tak-tak, como un corazón aprendiendo a correr. El sudor le bajó por la nuca; un rizo le cayó a los ojos. Aedan lo apartó con el dorso de la mano, distraídamente, sin perder guardia.
—Mira siempre mis hombros —indicó—. Te dirán la verdad aunque mis ojos mientan.
Chocaron otra vez y otra. Clara, ya sin pensar, dejó que el viento del pecho la guiara: ínfimos ajustes, un pie medio paso adelante, la cadera cerrando el ángulo. Bloqueó un golpe que no habría visto dos semanas atrás; entró con el suyo, rozando la muñeca de Aedan. Él sonrió apenas, ese gesto raro que siempre llega como un premio.
—Otra —pidió Clara, con la voz un poco ronca.
La embestida siguiente los llevó a la línea exterior del círculo de tiza. Aedan cambió de guardia sin aviso; Clara, por instinto, lo cerró contra la pared. Las varas quedaron cruzadas, clavadas, a la altura de sus clavículas. El cuerpo de él quedó a un palmo del suyo. El aliento de ambos chocó: el de Aedan tenía un rasgo de menta y humo frío; el de Clara, café y adrenalina. Respiraron en la misma cadencia sin planearlo: uno-dos, uno-dos.
—Eso —dijo él muy bajo, sin mover la boca—. Ahí estás.
Clara notó el pulso de Aedan en la garganta, un latido firme bajo la piel. Él bajó la vista medio segundo—a su boca— y la volvió a subir como si el gesto quemara. Aflojó apenas la presión de su vara, pero no se apartó. Las manos de Aedan encontraron su postura: una sobre la muñeca (guiándole el giro), la otra en la cintura, dos dedos marcando dónde debía apoyar el peso. El calor de su palma atravesó la tela; a Clara le vibraron las rodillas, no por cansancio.
—Siente el aire aquí —dijo él, y la acercó ese mínimo que hizo que la respiración de ambos se mezclara completamente—. No lo empujes. Déjalo empujar por ti.
Clara obedeció. No pensó. El círculo de tiza se levantó en polvo en torno a sus tobillos, como si hubiera exhalado la sala entera. Aedan soltó una risa breve, incredulidad orgullosa.
—Otra vez —pidió él.
Repetidos choques, ahora más cortos, más íntimos. Antebrazos rozando, hombros encajando. Aedan corrigió un ángulo sujetando su pulgar sobre el tendón de su mano; Clara sintió el mundo achicarse a ese punto exacto. La vara de ella resbaló, él la atrapó por detrás, la espalda de Clara tocó su pecho en un latido: un contacto limpio, contundente, que no fue accidente ni se repitió.
Terminaron de golpe, varas bajando a la vez. El silencio quedó lleno del ruido de sus respiraciones. Clara tenía la boca seca. Aedan sostuvo su mirada sin armadura.
—No te rompas —dijo con voz baja, grave—. Rómpeme a mí si hace falta.
Clara no supo qué hacer con esas palabras, así que las guardó como se guardan las cosas peligrosas: cerca del corazón. Cuando salió, subió los mismos peldaños de hierro, con las piernas elásticas, y la sensación de su mano en la cintura le quedó, física, durante dos días. Cada vez que cerraba los ojos, volvía la presión justa de sus dedos y el choque de alientos en la pared.
La víspera de los Juegos, Clara fue llamada al despacho familiar. Sus padres estaban allí, más serios que nunca. Su madre tenía los labios tensos, y su padre caminaba de un lado a otro, como si hubiera practicado esa conversación mil veces.
—Clara —empezó su madre—, ya no podemos ocultártelo.
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Editado: 11.09.2025