El amanecer se filtró a través de las vidrieras de la torre de los magos del Aire, pintando las paredes con reflejos plateados que parecían fragmentos de cielo atrapados en piedra. Clara abrió los ojos sobresaltada, con el corazón palpitando fuerte contra sus costillas. No había tenido un sueño tranquilo desde que entraron en los Juegos del Umbral; cada noche estaba llena de imágenes distorsionadas, fragmentos de batallas, gritos apagados y, sobre todo, la sensación de que algo mucho más grande que ellos se estaba gestando.
A su lado, Valentina se removió entre las sábanas. Parecía tan serena dormida, pero Clara sabía que en cuanto abriera los ojos, la ansiedad se filtraría de nuevo.
Y así fue.
—¿Qué día es hoy? —preguntó Valentina con la voz áspera al despertar, como si hubiera estado corriendo en sueños.
—Tres días para la segunda fase —respondió Clara, apretando los labios.
Ambas se quedaron en silencio, con esa cifra suspendida entre ellas como un peso insoportable. Tres días podían parecer nada, pero también eran un océano de pensamientos, dudas y miedos.
Valentina suspiró, llevándose las manos al rostro.
—Ojalá estuviéramos juntas en el mismo grupo.
—Lo sé… —Clara evitó mirarla—. Pero tenemos que ser fuertes.
El recuerdo de la voz mágica que los había separado en edificios distintos aún le hacía doler el estómago. Aquella separación no había sido un simple capricho: tenía un propósito, y cuanto más lo pensaba, más temía descubrirlo.
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Ese mismo día, los instructores asignados a los magos del Aire los condujeron a una sala amplia, circular, cuyo techo abierto dejaba entrar corrientes de viento real que revolvían el cabello de los aprendices. Era un espacio diseñado para empujar a cada uno al límite de sus habilidades.
Clara intentaba concentrarse, pero cada músculo de su cuerpo estaba rígido de tensión. Cuando le tocó entrenar, fue Aedan quien se acercó a ella. Llevaba una camisa de lino ajustada, ligeramente abierta en el cuello, y sus ojos grises parecían más intensos que nunca bajo la luz que caía desde lo alto.
—Entrenarás conmigo hoy —dijo con voz firme.
Clara tragó saliva. Algo en su tono la desarmaba; era autoritario, pero había un matiz velado, como si en realidad quisiera protegerla.
El ejercicio consistía en empujar y repeler corrientes de aire, intentando desestabilizar al otro sin perder el equilibrio. Al principio, Clara se defendía con torpeza, movida más por la presión de tenerlo frente a ella que por la técnica en sí. Cada vez que él avanzaba un paso, ella retrocedía dos.
—No huyas —le susurró Aedan cuando un golpe de viento la hizo trastabillar.
El murmullo de su voz, tan cerca de su oído, la hizo perder el control por un segundo. Una ráfaga de aire salió de sus manos, pero él la esquivó con facilidad. Entonces, en un movimiento rápido, Aedan giró detrás de ella y la rodeó con el brazo, inmovilizándola. Sus cuerpos quedaron demasiado próximos, su respiración rozándole la nuca.
Clara sintió un calor extraño recorrerle la piel, distinto a cualquier cosa que hubiera experimentado antes.
—Concéntrate —murmuró él, aunque la firmeza de su tono contrastaba con la tensión en su mandíbula.
Ella trató de zafarse, pero sus manos chocaron contra el pecho de Aedan, firme bajo la tela. El aire alrededor vibraba, atrapado entre la fuerza de ambos. Sus rostros quedaron tan cerca que pudo sentir la calidez de su aliento mezclarse con el suyo. Por un instante, el mundo se redujo a esa fracción de distancia.
Clara apartó la vista bruscamente, temiendo que sus ojos delataran la maraña de emociones que la atravesaba.
—Lo estás haciendo bien —dijo Aedan, soltándola al fin.
Pero la forma en que la observaba, con una intensidad que parecía atravesarla, le revelaba que había algo más detrás de sus palabras.
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Esa tarde, una reunión general agitó los edificios. Los representantes de cada elemento fueron convocados al salón central de la fortaleza. Clara, junto a los magos del Aire, se sentó en gradas altas, desde donde podía ver los otros clanes: fuego, agua y tierra.
Los miembros del Consejo del Umbral presidían la sala. Cada uno tenía un porte tan imponente que parecía que la luz misma se inclinaba hacia ellos:
Heliora, la matriarca de fuego, con una melena roja que ardía como brasas.
Neryon, señor del agua, de rostro sereno y ojos tan azules como un océano en calma.
Thalos, guardián de la tierra, ancho de hombros y con voz profunda que retumbaba en las paredes.
Selmira, líder del aire, cuyo porte etéreo contrastaba con la fuerza invisible que emanaba de sus gestos.
La tensión entre ellos era palpable. No era simple coordinación de los Juegos; había desacuerdos antiguos que latían bajo cada palabra, como si los clanes estuvieran al borde de una ruptura.
Mientras hablaban sobre la segunda fase, Clara no pudo evitar buscar con la mirada a Iker. Estaba en el sector de los magos de fuego. Vestía el uniforme negro con detalles carmesí y reía con un par de compañeros, como si la tensión de la reunión no lo afectara. Sus ojos se encontraron con los de ella por un segundo. Iker arqueó una ceja y sonrió con arrogancia, antes de apartar la vista.
Clara apretó los puños. No sabía si esa indiferencia la hería o la liberaba.
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Esa noche, incapaz de dormir, Clara salió al patio interior del edificio de Aire. Las corrientes nocturnas danzaban sobre los árboles altos, llevando consigo un murmullo que parecía susurrar secretos.
Aedan estaba allí, apoyado contra una columna.
—No puedes dormir —dijo sin mirarla, como si ya supiera la respuesta.
Clara se acercó, abrazándose a sí misma.
—¿Y tú?
—Tengo demasiadas cosas en la cabeza.
Se sentaron en silencio durante un rato, escuchando el susurro del viento. Finalmente, Clara habló:
—¿Alguna vez piensas en lo que pasará después de todo esto? ¿Si sobrevivimos?
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Editado: 02.10.2025