Clara
El amanecer llegó sin color. El cielo era una masa gris que se extendía sobre las torres del Umbral, como si el mundo entero estuviera de luto.
 Habían pasado dos días desde la traición de Iker, y aún podía oír su voz, ese tono entre arrogante y dulce, repitiéndome que “algunos pactos pesan más que los sentimientos”.
Desde entonces no había dormido bien. Me quedaba despierta en la habitación del edificio de los magos del aire, mirando por la ventana, observando cómo el viento golpeaba los cristales y se estrellaba una y otra vez contra el marco. Era lo único que me recordaba que seguía viva.
Aedan había intentado hablarme varias veces, pero yo no podía mirarlo. Su presencia me recordaba todo: la trampa, el fuego, la mirada vacía de Iker cuando me entregó al enemigo.
 Me dolía admitirlo, pero una parte de mí todavía lo extrañaba. No al Iker que me traicionó… sino al chico que solía correr conmigo bajo la lluvia, que me hacía reír con comentarios absurdos, que alguna vez me prometió que nunca me mentiría.
Me mentiste, Iker.
 Y aún así duele no odiarte del todo.
Esa contradicción era lo que más me desgarraba.
Aedan
La había visto perder el color en los últimos días. Su mirada, que antes era un torbellino de curiosidad y fuego, ahora parecía flotar lejos, atrapada en un punto que nadie más podía ver.
 Quise acercarme, decirle algo… pero ¿qué puede decir un guardián cuando lo único que tiene para ofrecer son órdenes y promesas que nunca pidió hacer?
La encontré en el pasillo, observando los campos desde una ventana abierta. El viento levantaba su cabello como si jugara con él.
 —No puedes seguir sin comer —le dije, apoyándome en la pared.
Ella no respondió. Ni siquiera se giró.
—Clara —insistí, dando un paso más—. Sé que lo que hizo Iker…
—No lo digas —me interrumpió, girándose de golpe. Sus ojos estaban enrojecidos, pero su voz sonaba firme—. No digas su nombre. No quiero escucharlo.
—Está bien. —Tragué saliva—. Pero no puedes cargar sola con esto.
—¿Y tú qué sabes de cargar con algo así? —preguntó, con una sonrisa rota—. Él me conocía. Sabía cómo pienso, cómo actúo, qué me asusta… y aún así me traicionó. ¿Sabes lo que se siente cuando alguien usa tus debilidades contra ti?
—Sí —respondí sin pensar.
Ella parpadeó. Me miró, buscando una mentira, pero no la encontró.
Clara
Por primera vez desde lo ocurrido, lo vi vulnerable. No el guardián perfecto que seguía órdenes del Consejo, sino un hombre que cargaba un peso invisible.
 —¿Por qué lo dices así? —le pregunté, dando un paso hacia él.
Aedan respiró hondo.
 —Porque yo también te he estado mintiendo.
Su voz se quebró apenas.
—¿Qué?
—Cuando el Consejo me envió aquí, no fue por casualidad. Mi deber era protegerte. No por elección… sino porque era mi misión.
El aire pareció desaparecer. Todo el ruido del pasillo se volvió distante.
 —¿Entonces… tú también estás aquí porque alguien te lo ordenó?
—Al principio sí. —Sus ojos se suavizaron—. Pero no ahora. No después de todo lo que vi.
—¿Y qué viste? —susurré.
—Vi a una chica que enfrenta el miedo con más coraje del que he tenido en toda mi vida. Que se levanta incluso cuando el mundo la empuja a caer. Que me hizo cuestionar todo lo que creía correcto. —Se acercó, y su voz bajó—. Y que ahora me duele más ver rota que cualquier herida que haya tenido.
No supe qué responder. Mi garganta se cerró, y las lágrimas que había estado conteniendo desde hacía días finalmente cayeron.
 Aedan se acercó, lento, como si temiera que me desvaneciera. Cuando su mano tocó mi hombro, no la aparté. Sentí el calor de su piel, su respiración rozando mi sien.
—Yo no soy él —dijo, apenas en un susurro.
Me quedé quieta, escuchando el viento silbar entre los ventanales. Era como si el aire mismo estuviera conteniendo la respiración.
Aedan
Cuando ella apoyó su frente contra mi pecho, entendí que no había nada más que decir. No era un abrazo de amor, ni siquiera de consuelo. Era un gesto desesperado, un “necesito que el mundo se detenga, solo por un momento”.
 Y se detuvo.
Sus manos temblaban. La rodeé con los brazos y dejé que el silencio hablara por nosotros. No quise decirle que cada vez que la veía llorar sentía el impulso de arrasar el Umbral entero. Que lo único que me mantenía cuerdo era la promesa que le hice: protegerla, aunque eso significara alejarme.
Pero no podía hacerlo más.
Clara
Pasaron horas antes de que el dolor se hiciera más soportable.
 Esa tarde, cuando Aedan propuso entrenar, acepté sin pensarlo. Necesitaba moverme, respirar, sentir que seguía teniendo el control de algo.
El campo de práctica estaba desierto. El viento se alzaba en espirales, obedeciendo a cada impulso de mi respiración. Aedan me observaba con una mezcla de concentración y orgullo.
—Deja que el aire te escuche —me dijo, caminando detrás de mí—. No lo obligues, guíalo.
—¿Y si no me escucha?
—Entonces haré que me escuche contigo.
Me reí apenas, sin girarme. Pero entonces lo sentí. Su presencia a mi espalda, tan cerca que su aliento rozó mi cuello. El calor de su cuerpo contrastaba con el frío del viento que giraba a nuestro alrededor.
—Concéntrate —susurró junto a mi oído—. Respira conmigo.
Inhalé, y el aire entre nosotros se movió, vibrando como una corriente viva. Exhalé, y sentí que mi energía se mezclaba con la suya, una danza invisible entre dos fuerzas opuestas que, sin embargo, se entendían perfectamente.
Aedan extendió su mano, y la mía la siguió, como si hubieran nacido para moverse juntas.
Por un instante, todo desapareció: el dolor, el recuerdo de Iker, el miedo. Solo existía el sonido del viento y el latido sincronizado de nuestros corazones.
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Editado: 22.10.2025