Las campanas del Umbral resonaron al amanecer.
 Un sonido metálico, grave y profundo, que no anunciaba inicio ni victoria, sino guerra.
El Consejo había convocado a todos los competidores restantes al Salón de los Sellos, un espacio inmenso cubierto por vitrales que representaban los cuatro elementos. A simple vista, parecía una ceremonia de clausura. Pero Clara lo sintió desde que cruzó las puertas: el aire estaba denso, cargado de energía contenida.
A su lado, Aedan mantenía la mirada al frente, atento, su mano cerca del filo de su espada luminosa.
 Valentina se había unido a ellos en silencio, con una mezcla de miedo y determinación en el rostro.
 El Consejo aguardaba en el centro, rodeado de una barrera de energía púrpura que brillaba como un corazón maligno.
La voz del Alto Consejero resonó como un trueno.
 —Los Juegos han terminado. Los herederos del Umbral han sido elegidos.
 Su tono no tenía alegría, sino algo más oscuro.
—¿Elegidos… para qué? —preguntó Clara, su voz temblando entre la ira y el presentimiento.
 El hombre levantó la mano.
 —Para servir al equilibrio eterno.
Entonces, las sombras cobraron forma.
 Detrás del Consejo, columnas de energía comenzaron a absorber los destellos mágicos del suelo. Uno a uno, los competidores caían de rodillas, drenados de su poder. Gritos y luces se mezclaban; la sala entera se convirtió en un vórtice de desesperación.
—¡Lo están absorbiendo! —gritó Valentina—. ¡Nos están robando la magia!
 Aedan desenvainó su espada.
 —¡Atrás, Clara!
Pero ella ya no podía retroceder. El aire la rodeó, reaccionando al miedo que la atravesaba. Las corrientes giraron, elevando su cabello y formando una barrera de viento alrededor del trío.
 —¿Por qué hacen esto? —clamó Clara—. ¡Se suponía que los Juegos eran para protegernos, no para destruirnos!
El Alto Consejero sonrió bajo su máscara.
 —El equilibrio necesita sacrificios, niña. El poder no puede pertenecer a uno solo. Así ha sido desde el principio. Así será hasta el fin.
Un rugido sacudió el salón. Fuego y agua chocaron en los extremos de la sala: los magos restantes, confundidos y desesperados, empezaron a atacar por instinto. La rebelión había comenzado.
Aedan se lanzó al frente, su espada resplandeciendo con destellos blancos. Bloqueó una ráfaga de fuego que casi alcanza a Valentina y contraatacó con una onda expansiva.
 Clara alzó las manos, y el aire respondió como un ejército invisible: derribó columnas, dispersó los hechizos, empujó hacia atrás a los guardianes del Consejo.
Pero eran demasiados.
 Y entonces, en medio del caos, una voz familiar rompió el estruendo.
—Iker.
Clara lo vio avanzar entre el humo y la sangre. Tenía la ropa rasgada, los ojos cansados… pero su expresión era diferente.
 —Vengo a arreglar lo que rompí —dijo él.
 Aedan se interpuso de inmediato.
 —¿Y por qué deberíamos creerte?
 —Porque si no lo hacen, el Consejo ganará. —Iker extendió la mano—. Tengo los códigos del sello central. Puedo romper la barrera.
Clara lo observó, dudando. Había amado esa voz alguna vez, había confiado en ella. Ahora, solo quedaban restos.
 —Si nos traicionas otra vez, juro que no habrá segunda oportunidad —le dijo con firmeza.
 Iker asintió.
 —No la espero.
Se unieron.
 El plan fue rápido: Valentina y los magos del agua atacarían los extremos del círculo; Aedan y Iker intentarían abrir una brecha en la barrera del Consejo, mientras Clara concentraba toda su energía en el núcleo.
El combate estalló con furia.
 Ráfagas de fuego chocaron contra muros de agua; columnas de tierra surgieron del suelo y atraparon a los guardianes. Aedan se movía como un rayo entre los ataques, su espada dejando trazos de luz.
 —¡Ahora, Clara! —gritó él.
Ella cerró los ojos. El viento respondió a su llamado, furioso, salvaje. Cada respiración suya era una tormenta. Los vitrales estallaron; los fragmentos de cristal giraron a su alrededor como una constelación de cuchillas.
Pero el Consejo no cedía.
 El Alto Consejero levantó su bastón, y una sombra inmensa se elevó detrás de él: una figura etérea, el eco del primer fundador.
 —El poder del Umbral no pertenece a los débiles —proclamó—. Y tú, Clara del Aire, no eres digna de portarlo.
El viento se detuvo. El aire, que siempre había sido su aliado, parecía resistirse. Clara cayó de rodillas.
 Aedan corrió hacia ella, bloqueando una descarga que habría acabado con ambos.
 —¡Levántate! —gritó—. No puedes rendirte ahora.
 —No puedo controlarlo…
 —Sí puedes —susurró él, tomándola del rostro—. No porque seas la elegida… sino porque siempre fuiste tú.
Clara lo miró, y algo dentro de ella despertó.
 Una luz azul comenzó a brotar desde su pecho, expandiéndose como un amanecer. La marca en su muñeca brilló con tanta intensidad que el aire tembló.
El Consejo retrocedió.
 La energía ancestral se desató. Los vientos se elevaron en espirales gigantes, atravesando el techo, desbordando el cielo. Cada elemento respondió: el fuego rugió, el agua se alzó, la tierra se partió. Todo el Umbral se estremeció bajo la fuerza de Clara.
Su voz, al fin, resonó firme.
 —El poder no necesita guardianes… necesita libertad.
Con un gesto, rompió el sello central.
 Una explosión de luz envolvió la sala, arrastrando a los miembros del Consejo en una ola de energía que los disolvió en su propia magia. Las máscaras se fragmentaron, cayendo como ceniza.
Cuando el resplandor cesó, solo quedaban Clara, Aedan, Valentina… e Iker, de rodillas, con la mirada perdida.
 —Lo lograste… —murmuró él, antes de desvanecerse.
Clara cayó de rodillas, exhausta. Aedan corrió hacia ella, tomándola en brazos.
 —El Consejo ha caído —susurró él, sin creerlo del todo.
 —No… —dijo Clara, apenas respirando—. Solo una parte. El verdadero Umbral… aún nos espera.
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Editado: 22.10.2025