Entre la gloria y tu

capitulo 24

El amanecer sobre las ruinas del Consejo no trajo paz, sino un silencio denso, casi solemne.
El viento recorría los pasillos destruidos, llevando consigo el eco de los nombres caídos y el perfume de la magia que aún temblaba en el aire.
Clara estaba de pie sobre los restos del antiguo trono, observando el horizonte: un cielo desgarrado, donde los colores del fuego, el aire, la tierra y el agua se mezclaban en un torbellino imposible.

El Umbral respiraba.

Durante días, los sobrevivientes trabajaron para ayudar a los heridos, enterrar a los muertos, comprender lo que había ocurrido.
Valentina organizaba a los magos del agua para purificar los campos, mientras los de tierra levantaban refugios entre los escombros.
Aedan permanecía a pocos pasos de Clara, en un silencio cargado de emociones que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.

—¿Y ahora qué somos? —preguntó ella una tarde, cuando el sol empezaba a caer.
Aedan la miró con esos ojos que parecían contener siglos de lealtad.
—Libres —respondió—. Aunque todavía no sepamos qué significa eso.

Clara asintió, pero algo en su pecho no la dejaba tranquila.
Desde la caída del Consejo, su marca brillaba cada noche, latiendo como si tuviera voluntad propia. A veces, en sueños, escuchaba una voz antigua que la llamaba por su nombre, susurrando palabras que no comprendía.

La primera vez que lo contó, Aedan se mostró tenso.
—No deberías ignorarlo —le dijo—. El Umbral no ha desaparecido. Solo cambió de forma.
—¿Y si es una advertencia? —preguntó ella.
—O un llamado.

Esa noche, el aire se volvió frío. El cielo, cubierto de auroras. Algo, allá afuera, se estaba despertando.

Valentina encontró el primer símbolo grabado bajo los restos del Salón: un círculo doble con una runa en el centro. Cuando Clara lo tocó, el viento reaccionó de inmediato, como si reconociera su energía.
Una corriente de aire invisible se extendió por el suelo, iluminando antiguos pasillos ocultos.
—Hay túneles —murmuró Aedan, agachándose junto a ella—. Viejos, quizá anteriores al Consejo.

Clara respiró hondo.
—Vamos.

El descenso fue largo, húmedo, casi espectral. Las paredes estaban cubiertas de inscripciones antiguas; en algunas, figuras aladas parecían flotar entre las piedras.
Cada paso hacia abajo aumentaba el peso del aire, como si el propio mundo contuviera la respiración.

Al final del túnel, hallaron una cámara circular bañada por una luz azul pálida. En el centro, flotaba una esfera de energía que pulsaba con un ritmo vivo, como un corazón.
Clara dio un paso adelante.
—El corazón del Umbral… —susurró.

Aedan la siguió, aunque algo en sus ojos mostraba temor.
—No lo toques. No sabemos lo que puede hacer.
Pero ella ya no podía detenerse. Sentía que aquella energía la llamaba desde antes de nacer.
Cuando extendió la mano, la esfera se fragmentó en mil filamentos de luz que se enredaron en su piel, ascendiendo hasta su marca.

El aire se quebró.
Un torrente de visiones la golpeó: un pasado donde los primeros magos pactaban con el Umbral, las guerras que dieron origen al Consejo, la traición que selló la libertad de los elementos.
Y una imagen final: un rostro que se parecía al suyo, de pie frente a la misma cámara, siglos atrás.

Cayó de rodillas, jadeando.
Aedan la sostuvo antes de que se desplomara.
—¡Clara! ¿Qué viste?
—El Umbral no fue creado… fue sellado —murmuró ella, temblando—. Somos sus herederos… y su prisión.

El silencio que siguió fue casi sagrado.
Aedan la observó, comprendiendo que aquella revelación lo cambiaba todo.
—Entonces, ¿el Consejo no buscaba poder… sino mantener al Umbral dormido?
Clara asintió, con lágrimas secas en los ojos.
—Y al romper el sello… lo he despertado.

Los días siguientes fueron un caos silencioso.
La tierra temblaba bajo los campamentos; las olas rugían con una fuerza desconocida.
Algunos magos hablaban de presagios, otros de renacer. Pero todos miraban a Clara como si fuera la única capaz de comprender lo que estaba ocurriendo.

Una tarde, cuando el viento parecía arder con electricidad, Aedan la encontró en el risco más alto de la isla, donde el mar se estrellaba contra las rocas.
Ella no se volvió al escucharlo llegar.
—¿Sabes qué siento, Aedan? —dijo sin mirarlo—. Como si el aire no me perteneciera. Como si me perteneciera a mí.
Él se acercó despacio.
—No tienes que cargarlo sola.
—Sí tengo. Lo desperté yo.

Hubo un silencio largo, roto solo por el rugido del mar.
Aedan dio un paso más, hasta quedar detrás de ella.
—Si el Umbral se ha despertado… lo enfrentaremos juntos.
Clara giró entonces, y por un instante, todo el peso del mundo se detuvo.

El viento les rodeó, suave, casi cómplice.
Él alzó una mano y apartó un mechón de su rostro.
Los ojos de ambos se encontraron, y en ellos había tanto dolor como esperanza.
No se besaron. No hacía falta.
En la cercanía de sus respiraciones, en la tensión que los unía sin tocarse, había algo más poderoso que cualquier hechizo.

El amor contenido.
La promesa muda de un futuro incierto.

Esa misma noche, una alarma mágica recorrió los cielos.
Los símbolos que protegían la isla se encendieron en rojo, ardiendo como constelaciones en llamas.
Valentina corrió hacia el centro del campamento.
—¡Clara! ¡Algo está emergiendo del mar!

Desde el acantilado, vieron la superficie del océano dividirse.
Una estructura colosal, como un templo antiguo, ascendía lentamente entre las olas, rodeada de relámpagos.
En su fachada, las mismas runas que Clara había visto en su visión brillaban con una fuerza imposible.

—El Templo del Origen —susurró Aedan—. Solo existe en los mitos.
Clara sintió que su marca ardía, respondiendo al llamado.
—No… —murmuró—. No es un mito. Es la puerta.




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