Entre ladridos y prejuicios

2. Luca.

Luego de darle de comer a Feline y de sentarme a desayunar al mediodía un tazón de cereal de chocolate —como el adulto responsable que soy, claro que sí—, me doy un tiempo para dedicarme a mi pasatiempo favorito y mi mejor herramienta de desahogo: escribir.

A veces hago dibujos y garabatos también, pero mayormente escribo poemas. Poemas terribles porque no soy un profesional, pero me ayudan a desconectar mi cerebro y a drenar lo que habita en mi corazón, lo que a veces me lleva a descubrir cosas de mí mismo que no sabía que estaban allí en lo más profundo de mi ser.

Estoy por ponerme a escribir cuando escucho una melodía al volumen de un murmullo que poco a poco va incrementando. Ruedo los ojos y suspiro, negando con la cabeza.

—Por supuesto que la vecina nueva tiene gustos de mierda —murmuro para mí mismo.

Me levanto y busco mis audífonos, activando la cancelación de ruido, y me dispongo a escribir y a comer. No obstante, el recuerdo de nuestra presentación de ayer me distrae y termino mascullando una grosería por lo bajo.

Feline se acuerda de mi presencia una vez su plato está vacío, así que me apresuro en colocarle su arnés y su correa y aprovechar de bajarla para que haga sus cosas. Así yo despejo mi mente de la castaña superficial que ahora vive a mi lado.

«Toda una Barbie materialista», pienso con disgusto, recordando a su pomerania con un lazo azul en el cuello y un arnés con estampado de esmoquin.

Me quito los audífonos inalámbricos y salgo hacia el pasillo, lamentándolo de inmediato. La música cobra mucha más vida, aunque no resuena a un volumen que pueda molestar al vecino del apartamento 17 —quien sí se ha quejado de mi música, pero creo que es por el género—. No puedo evitar que mis piernas me lleven hacia el lado opuesto al que pensaba ir, el ascensor, y toco la puerta.

Por supuesto, no me escucha. Toco otra vez, un poco más fuerte. Y otra.

Por fin abre y Feline parece volverse loca cuando ve al peluche con pulso que tiene mi vecina como mascota. Aunque no es culpa de él que personas como ella todavía mantengan vivo un comercio inhumano y materialista como lo es la venta de mascotas, él es adorable.

Ella no tanto.

—Oh, es míster Ego, ¿qué se te ofrece?

Ahí el ejemplo.

—¿Podrías bajarle el volumen a tu música prefabricada? Es molesto.

Ella se cruza de brazos y, esta vez, es su perro el que se abalanza contra mi perra. Noto como se controla para no alejarlo, mirándome con los ojos entrecerrados.

—Ellos se llevan bien, ¿no podemos intentar soportarnos al menos? —pregunta, ignorando mi petición—. Además, el volumen está a un setenta por ciento y nadie más se ha venido a quejar. ¿Cuántos años tienes? ¿Ochenta?

—No se trata de cuántos años tengo, sino de lo que escuchas. ¿Qué es esa porquería rosa que llamas música?

—Se llamaban One Direction, idiota. Lo mejor que ha podido parir este país en cuanto al pop. Es cultura general, ¿cómo no los conoces?

—Lo mejor que ha parido este país dice —me burlo, pellizcándome el puente de la nariz—. ¿Acaso no conoces The Beatles?

—Confirmo que tienes ochenta años, ¿qué gusto tan anticuado es ese? —se queja, frunciendo el ceño con disgusto—. ¡Armani! Vamos, adentro. No quiero perder más mi tiempo con momias. Chao, chao.

Mientras me cierra de nuevo la puerta en la cara, logro gritarle:

—¡Al menos bájale volumen a la música, joder!

Y lo que percibo es que de 70 la sube a 90. Y el viejo del 17 sigue sin salir a regañarla.

Sabiendo que no logré mi cometido, bajo en el ascensor con un humor de perros. Este se detiene en el piso uno y yo finjo una sonrisa cuando la presidenta del condominio se adentra en el elevador junto a mí y marca el sótano.

—¡Luca! Qué bueno que te veo, muchacho —me dice y se dobla un poco para acariciar a Feline, quien luce muy contenta de recibir mimos y le lame la mano en forma de agradecimiento—. Justo estaba pensando en ti, con el tema de que se acerca la caminata de mascotas y demás. ¿Lo recuerdas?

—Sí, claro, Geraldine —respondo—. Recuerde que le dije que este año no me iba a poder encargar de ello porque estoy a tope con el trabajo y el voluntariado.

—Lo sé, lo sé —dice, enderezándose en su lugar para verme y palmea mi mejilla mientras dice—: pero estoy buscando una solución para que puedas organizarla y no tener que hacerlo todo solo, ¿así sí crees que puedas participar?

«Joder, ¿por qué mi madre no me enseñó a decir que no porque no quiero y ya?». El ascensor se abre en planta baja, pero ella se encarga de mantenerlo abierto, esperando una respuesta.

—Puede ser.

—Cuando tenga la solución te avisaré entonces. ¡Seguro organizarás un evento precioso! —me dice, llevando sus manos a sus mejillas y apachurrando su sonrisa—. Por cierto, ese amigo tuyo que es veterinario es increíble. Ya Remi se está recuperando.

Le guiño un ojo, sonriendo.

—Me alegra que su periquito esté mucho mejor. —Me bajo del ascensor ahora que la conversación ha culminado—. ¡Nos vemos!




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