Entre ladridos y prejuicios

13. Martina.

Luca ha acomodado la sala, lanzando unas colchas en el suelo frente al sofá, con almohadas, unas mantas y ha colocado una jarra con una bebida oscura, vasos de vidrio y unos cuencos con otras chuches más en la mesita de noche en medio del sofá y el televisor.

—Vaya, sí que estaremos cómodos —digo, dejando las cosas sobre la mesita de noche y sentándome bajo la manta mientras él busca el control remoto—. ¿Qué podemos ver?

—¿Te gusta Marvel?

—Sí, aunque solo conozco las películas —admito y él se sienta junto a mí, pero con Feline en el medio de los dos. Armani se acuesta en mi regazo y se recuesta del lomo de su amiga perruna.

—Bueno, ¿viste la última película? Thunderbolts.

—No tuve oportunidad —admito—. Solo sé que sale Bucky Barnes, así que con eso estoy convencida de verla.

Él rueda los ojos, negando con la cabeza, aunque sonríe un poco.

—Te lo perdono porque es mi personaje favorito.

—Totalmente comprensible —concuerdo y me parece increíble, casi nunca compaginamos con nada.

Luca se apresura a reproducir la película y, mientras pasan los créditos y demás, se acerca a tomar dos vasos con el jugo oscuro y me ofrece uno. También me entrega un cuenco y él se lleva uno a su regazo.

Le chista a Feline al ver que esta quiere comer de su cuenco y yo hago lo mismo con Armani.

—¿Qué es esto? —pregunto, alzando el vaso con hielo y la bebida desconocida.

—Té negro con limón y miel —explica y yo le doy un sorbo.

Por supuesto, sabe bien y es bastante refrescante.

Miramos la película en silencio al principio, el único ruido que se escucha es el de la televisión y cuando comemos de las botanas. Hasta que un personaje se le rasga la ropa y se muestran sus increíbles abdominales, por lo que se me escapa un:

—¡Vaya!

—No seas babosa, Martina —se queja Luca, pero yo no le presto atención.

Estoy hipnotizada con el tal Bob y esos abdominales tan tallados.

—No te pongas celoso, vecino. Ya sé que quisieras tener tremendos abdominales esculpidos —bromeo, mirándolo y él frunce la nariz cuando me saca la lengua.

La peli sigue avanzando y no me aguanto los chillidos de emoción cuando Sebastian Stan aparece en escena. Después de Tom Welling, este hombre me vuelve loquísima.

—¡Cálmate, Martina! Parece que tuvieras doce años, joder.

—¡Es que es Bucky Barnes! El jodido Soldado del invierno, ¡aunque invierno mi trasero! Ese hombre es más caliente que el mismísimo sol —exclamo, apoyándome sobre mis rodillas porque ver a ese actor altera mis niveles de azúcar o no sé cómo explicarlo.

Me vuelve loca.

—Estás completamente chiflada, Martina.

—Es el efecto Bucky Barnes —le resto importancia, volviéndome a acomodar sobre mi trasero.

Luca rueda los ojos, harto de mi actitud adolescente, y le sube volumen al televisor para acallar mis comentarios. Gateo hacia le mesita de noche para servirme más té helado y me devuelvo a mi lugar, junto a mi vecino y nuestras mascotas.

Lo escucho carraspear, pero no le presto atención.

Cuando la película acaba, yo tengo un par de lágrimas mojando mis mejillas por lo linda que ha sido. Mejor dicho: épica.

—Qué mierda.

Entorno los ojos en dirección a Luca, abriendo la boca casi ofendida. ¿Qué acaba de decir?

Él me mira y rueda los ojos, levantándose para recoger las cosas de la mesa de noche.

—¿Qué? ¡Es cierto! Entiendo el mensaje que quisieron transmitir: conciencia sobre la salud mental y ¡oye! Me parece perfecto, ¡pero es una película de antihéroes, por amor a Dios! Siento que vi el live action de Intensamente mezclado con Backyardigans. ¿Cómo se va a resolver todo con el poder de la amistad únicamente?

—Eres un insensible, Luca. ¡En serio! ¿Cómo te va a parecer una mierda esta joya?

—¿Joya? ¡Por Dios! Marvel definitivamente murió luego de Endgame.

—Eres insoportable, en serio —mascullo, levantándome para ayudarlo a recoger—. Deja esto, yo lavo los trastes. Tú recoge las colchas y demás.

—¿Por qué tan mandona en mi propio apartamento?

—Solo quiero ayudarte, Luca. ¿O prefieres que recoja las colchas y me meta a tu habitación? —inquiero, llevando una mano a mi cintura y alzando una ceja.

—¿Qué? ¿Tan rápido quieres entrar a mi habitación, muñequita?

Enmudezco cuando se cruza de brazos y me sonríe con cierta sorna. Algo en mi pecho se siente caliente por la forma tan sensual que tienen los británicos al hablar hasta para pedir pan.

—No seas iluso, míster Amargado —le digo, acercándome a él—. Ya quisieras tú salir con una belleza tropical como yo —culmino, llevando mi dedo índice a su barbilla por un segundo.

Él se descruza de brazos y ahora parece ser que es su turno de enmudecer. No dice nada y yo me muerdo la lengua para no reírme, centrando mi atención hacia los trastes.




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