Entre ladridos y prejuicios

20. Luca.

Cada vez que sale ese apodo de mis labios, me regaño mentalmente. Se supone que el “muñequita” era una especie de apodo despectivo, especialmente para molestarla ¡y vaya que lo hacía!

No sé en qué puto momento se transformó solo en muñeca.

—¿Martina? —le vuelvo a hablar, notando que se queda mirando la pantalla por demasiado tiempo.

Cuando la video llamada se pierde, ella parece poder respirar de nuevo. No me pasa desapercibido que quien la estaba intentando contactar era su padre.

—Luego le marco —es lo que dice y me mira, fingiendo una sonrisa—. ¿Nos vamos?

Afirmo con lentitud y nos subimos a mi coche de nuevo. El ambiente es más tenso que cuando veníamos a la librería, así que enciendo la radio y le doy mi celular.

—¿Qué quieres que haga con esto? —pregunta y luego sonríe maliciosamente—. ¿Puedo revistar tus redes?

—No, Martina. Es para que pongas música —le explico y su sonrisa se ensancha más—. ¡Nada de…!

—¡Es mi cumpleaños! —me recuerda y yo me pellizco el puente de la nariz—. Prometo ponerte las mejores, te van a gustar. ¡En serio!

—Solo déjame elegir de vez en cuando a mí también —me rindo y ella aplaude como una niña chiquita antes de poner la primera canción.

—Esta se llama Best Song Ever —dice y le da reproducir.

Yo acelero hacia nuestro edificio, respirando hondo para llenarme de paciencia. De reojo noto que ella sigue usando mi celular y frunzo el ceño.

—¡Oh por Dios! —exclama y yo la miro por un instante—. ¡Te gusta Harry Styles!

Mierda, mierda. Esto no fue buena idea.

—¿De qué hablas?

—En tus me gustas tienes canciones de Harry Styles. ¡Te gusta un One Direction!

—Bueno, es el único que tiene talento de esos chicos —me defiendo y ella lleva una mano a su pecho, ofendida.

—Tienes que escuchar a Niall, a ver si vas a decir lo mismo —habla y coloca un tema, asumo yo, del tipo que acaba de nombrar y del cual no tengo ni idea de su existencia.

—Esta es de mis favoritas. Se llama Heaven.

***

—¿Ya estamos? —pregunta Luciana, sentándose en el mantel que Martina trajo para, lo que ella denominó, su picnic cumpleañero.

—Falta Kait… ¡Oh! ¡Ahí viene! —responde Marty y cuando ve que nuestra vecina tiene un domo con un pastel dentro se cubre el rostro con vergüenza.

—Hola, Marty. ¡Feliz cumpleaños!

—Kait, no debiste. Muchas gracias, qué linda —le dice y la abraza antes de tomar el domo en sus manos y colocarlo enfrente. Mira a los perros de Kaitlyn y se coloca de cuclillas, extendiéndole la mano para que los huela—. Son preciosos, K. ¿Cómo se llaman?

—Apolo y Tato. Los adopté en la fundación, fueron rescatados de peleas ilegales —le cuenta y Martina se lleva una mano al pecho.

—Qué pesar. Estos angelitos seguramente pasaron por mucho —murmura y cuando Tato le lame la mano, ella sonríe—. Pero ahora tienen un hogar feliz, con una mami muy cariñosa, ¿cierto?

Apolo ladra, al parecer en respuesta, y todos nos reímos. Feline mueve la cola y dejo que se les acerque a los pitbulls, pues ya se conocen y se llevan muy bien. Solo los saluda antes de volver a mi lado y junto a Armani que está panza arriba.

—Se ve muy rico el pastel, Kait. En serio, me da mucha pena, pero gracias.

—¡Chica! ¿Pensabas pasar tu cumpleaños sin un pastel de cumpleaños? No lo íbamos a permitir —le dice Matthew y mi vecina sonríe—. Es más, vamos a cantarte cumpleaños.

—¡Yo grabo! Es tu primer cumpleaños en Londres y merece ser recordado —le dice Luciana, sacando su celular.

Matthew empieza a cantar y nosotros le seguimos, aplaudiendo y riéndonos. Cuando Marty apaga las velas, Luciana le mete el dedo a la torta para llenarle la cara de crema y se levanta, corriendo por la colina hacia abajo y mi vecina la persigue.

Por supuesto, Feline y Armani también corren con ellas, creando una imagen muy bonita con un cielo despejado ambientando la escena. Una sonrisa se estampa en mi rostro y no parece querer borrarse en lo que resta de tarde.

***

Martina está un poco ebria porque Matthew llevó una botella de tequila a la colina. Me causa entre gracia y desespero, por eso la acompaño hasta la puerta de su apartamento. Claro, tampoco es que está muy lejos: literalmente vivimos uno al lado del otro, duh.

Ella se ríe cuando se le caen las llaves y yo me apresuro a recogerlas, apartándola con cuidado para ser yo quien abra la puerta. Nos adentramos al lugar y enciendo las luces.

Martina se quita los zapatos y se detiene en la barra para quitarse la pinza del cabello y los lentes de su cabeza. Yo me encargo de quitarle las pecheras a los perros y dejarles libres al fin.

—¿Quieres agua? —pregunta, señalando la nevera.

—No, estoy bien. Aunque tú sí deberías tomar un poco de agua —le digo y ella niega con la cabeza, frunciendo el ceño. A pesar de su negativa, soy yo quien le sirve un vaso y lo coloco sobre la barra—. Bebe.




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