La ciudad estaba viva. Como cada noche, el aire olía a café recién hecho, a humo de cigarro, a promesas incumplidas. Las luces de los escaparates iluminaban las calles mojadas por la lluvia reciente, y la gente caminaba con prisa, sin mirarse, como si todos huyeran de algo.
Camila ajustó la correa de su cámara, colgada al cuello como un amuleto que la mantenía a flote en medio de esa masa humana. Sus pasos resonaban contra el asfalto, y aunque sus auriculares reproducían una lista infinita de canciones tristes, aún podía escuchar los sonidos de la ciudad colándose entre las melodías.
Amaba ese caos. Porque, de alguna forma, le recordaba que seguía viva.
Había pasado casi un año desde que decidió dejar de buscar el amor, desde que comprendió que las promesas se rompían y que las palabras bonitas se las llevaba el viento. Fotografiar la ciudad era su manera de anestesiarse, de ponerle pausa al dolor.
Esa noche en particular, había decidido caminar sin rumbo. Sin dirección. Simplemente dejarse llevar.
Cruzó la plaza principal, donde las luces colgaban entre los árboles como estrellas artificiales. El murmullo de una guitarra llamó su atención. Una melodía suave, casi triste, que parecía encajar con el frío de la noche. Se detuvo sin pensarlo, girando la cabeza hacia el origen del sonido.
Y entonces lo vio.
Un joven, sentado sobre una manta vieja, rasgando las cuerdas de su guitarra como si no existiera nadie más. Tenía el cabello oscuro, ligeramente desordenado, y los ojos cerrados mientras cantaba una letra que Camila no alcanzó a comprender.
Pero la voz...
Dios. Esa voz.
Grave, rasgada, llena de matices que le erizaron la piel.
Se quedó observándolo, incapaz de apartar la vista. La gente pasaba de largo, ignorándolo, pero para ella, en ese instante, el resto del mundo se había difuminado.
Sacó su cámara casi por reflejo, enfocó el rostro del músico bajo la luz tenue de las farolas y presionó el obturador. El click del disparador la hizo volver en sí.
El joven abrió los ojos.
La mirada de ambos se cruzó.
Y fue como un golpe en el pecho.
Un segundo. Tal vez dos.
Y después, él sonrió.
—Espero haber salido bien en la foto —murmuró, con una voz suave que rompió la distancia.
Camila bajó la cámara, sintiéndose absurdamente expuesta.
—Lo siento... no quería incomodarte —respondió ella, avergonzada.
El chico negó con la cabeza, sonriendo de nuevo.
—No me incomoda. Me halaga. Nunca me habían fotografiado así... como si valiera la pena.
Camila sintió una punzada extraña. Había conocido a muchas personas desde que comenzó a trabajar como fotógrafa freelance, pero nadie la había desarmado con una sola frase.
—Tienes talento —añadió, señalando la guitarra—. Y esa canción... me gustó.
—Se llama "Luces rotas". La escribí hace años —explicó él, dejando la guitarra a un lado—. Soy Adrián, por cierto.
—Camila.
Ambos se miraron en silencio. Como si las palabras fueran innecesarias.
Y por primera vez en mucho tiempo, Camila sintió que algo dentro de ella se movía.
Quizás no todo estaba perdido