La noche había envuelto la ciudad en su manto de luces parpadeantes y murmullos incesantes. Camila caminaba deprisa por la avenida, su cámara colgada al cuello, como de costumbre. El aire era fresco, con un leve aroma a pan recién horneado que se escapaba de una panadería cercana. Había pasado días buscándolo, no quería admitirlo, pero lo hacía. Y cuando lo había encontrado aquella tarde en la estación de metro, una punzada en el pecho le había recordado que estaba viva.
Ahora, unas horas después, se dirigía al pequeño café de la esquina de la Calle 19. Uno de esos lugares que parecían sobrevivir al tiempo, con sus mesas de madera rayadas y paredes cubiertas de fotografías antiguas. El cartel luminoso en la entrada parpadeaba en tonos cálidos, anunciando su nombre: "Café Magnolia".
Adrián ya estaba ahí. Sentado junto a la ventana, su guitarra recostada sobre la pared, una taza de café humeante entre las manos. Vestía la misma chaqueta de cuero gastada y unos jeans desteñidos. Sus ojos, oscuros y profundos, se alzaron hacia ella en cuanto entró.
—Pensé que te habías arrepentido —bromeó, levantando una ceja.
Camila se quitó la bufanda, sonriendo de lado.
—Nunca dije que fuera puntual.
Se sentó frente a él, pidiendo un capuchino a la camarera que parecía conocer bien a Adrián, porque le dirigió una sonrisa cómplice antes de desaparecer tras la barra.
—Así que... ¿vas a enseñarme la foto o planeas seguir huyendo de eso? —preguntó él, apoyando los codos sobre la mesa.
Camila sacó su teléfono, buscando entre sus archivos hasta encontrar la imagen. La deslizó hacia él. Adrián la tomó con cuidado, como si temiera romperla.
La observó en silencio.
Era una buena foto. La luz cayendo sobre su rostro, el fondo de la plaza iluminado, el gesto ausente mientras tocaba. Pero había algo más. Algo en su expresión que ni siquiera él había notado antes.
—Me veo... diferente —murmuró.
—Te ves real —corrigió ella.
Se hizo un silencio cómodo. Afuera, la lluvia comenzaba a golpear tímidamente los cristales. Adrián dejó el teléfono sobre la mesa, suspirando.
—Hace mucho que no me veía de esa forma —confesó—. Desde antes de que todo se jodiera.
Camila no preguntó. Pero él siguió hablando, como si lo necesitara.
—Yo tenía una banda. Éramos buenos, o eso decían. Teníamos un contrato casi cerrado con un sello independiente. Mi hermano, Marcos, era nuestro baterista. Éramos inseparables. Él era... la mejor persona que conocí.
Se detuvo, frotándose las manos.
—Una noche, después de un concierto, lo atropellaron. Un conductor ebrio. Murió al instante.
Camila sintió un nudo en la garganta.
—Lo siento mucho, Adrián.
Él asintió, tragando saliva.
—Después de eso, todo se vino abajo. La banda se separó, mi viejo me echó la culpa... dijo que yo debía haber muerto. Y tal vez tenía razón. No lo sé.
Ella estiró la mano sobre la mesa, rozando sus dedos.
—No digas eso.
Adrián alzó la mirada. Sus ojos brillaban, aunque no llegó a llorar.
—No suelo contarle esto a nadie.
—Yo tampoco suelo quedarme a escuchar historias de desconocidos —bromeó ella con suavidad, logrando que una sonrisa torciera los labios de él.
La camarera llegó con su capuchino, y ambos se quedaron un momento en silencio, bebiendo, escuchando la lluvia golpear con fuerza.
Camila respiró hondo.
—Mi historia tampoco es bonita —susurró.
Adrián la miró.
—Solo cuéntala si quieres.
Ella dudó un instante.
—Hace dos años, estuve comprometida. Se llamaba Iván. Trabajaba conmigo en la agencia de fotografía. Era... era todo lo que una cree que quiere. Detallista, divertido, atento. Hasta que dejó de serlo.
Bajó la mirada hacia su taza.
—Una noche descubrí que llevaba meses acostándose con mi mejor amiga.
Adrián apretó la mandíbula.
—Hijos de puta.
Camila soltó una risa amarga.
—Después de eso, me cerré. Me mudé sola, dejé la agencia, empecé a hacer fotos freelance. Y prometí no volver a enamorarme de nadie. Nunca más.
Adrián deslizó su mano hasta tomar la de ella.
—¿Y cómo te va con esa promesa?
Sus miradas se encontraron. La ciudad seguía viva al otro lado del cristal, pero para ellos, en ese instante, todo quedó suspendido.
Camila no respondió. No podía.
La lluvia se convirtió en tormenta. Y el café se quedó vacío, salvo por ellos dos.
Cuando finalmente se despidieron, horas después, con promesas vagas de volver a encontrarse, ambos sabían que algo había cambiado.
Aunque ninguno se atreviera a decirlo en voz alta.
Aunque las heridas siguieran abiertas.
Esa noche, las luces de la ciudad parecieron arder un poco más fuerte.
Y el corazón de ambos, también.