La tormenta no había cesado. Los relámpagos pintaban cicatrices de luz en el cielo, y la lluvia insistía en golpear los techos de la ciudad sin descanso. Camila había llegado a casa empapada tras aquella noche en Café Magnolia, y aunque el cansancio pesaba sobre sus hombros, se quedó despierta durante horas mirando el techo de su habitación, repasando cada palabra, cada gesto de Adrián.
Al día siguiente, un mensaje apareció en su teléfono. Era de un número desconocido:
¿Te gustaría ver cómo suena la ciudad de madrugada?
Era él. Supo que era él incluso antes de abrirlo. Su corazón dio un vuelco.
Respondió con un escueto Dime dónde. Minutos después, recibió la dirección de una terraza en lo alto de un edificio abandonado, al otro lado de la ciudad. Aquel tipo de sitios que no figuraban en los mapas, pero que los que conocían las entrañas de la urbe, sabían encontrar.
Camila dudó unos minutos. Luego se calzó su chaqueta, tomó su cámara y salió.
La ciudad a esas horas tenía una belleza cruda. Las calles vacías, los semáforos cambiando inútilmente de color para nadie, los charcos reflejando las luces de los edificios. Llegó al lugar indicado, un bloque de apartamentos cerrados desde hacía años. Trepó las escaleras oxidadas, guiada por la tenue luz de su teléfono.
Adrián la esperaba sentado sobre una manta vieja, la guitarra sobre las piernas, una botella de vino barato a su lado. Sonrió al verla.
—Pensé que no vendrías.
—Pensé que estaba loca por hacerlo —respondió ella, sentándose a su lado.
La vista desde allí era impresionante. La ciudad desplegada bajo ellos, un mar infinito de luces, reflejando los relámpagos a lo lejos. Camila sacó su cámara casi de inmediato.
Adrián le ofreció la botella.
—No es gran cosa, pero ayuda.
Bebió un trago y dejó que el viento le revolviera el cabello. Adrián afinó su guitarra y comenzó a tocar una melodía suave, casi un susurro. Camila cerró los ojos.
—¿Sabes? —dijo él—. A veces pienso que la música es lo único que me mantiene cuerdo.
—Para mí es la fotografía.
Se miraron. Otra vez ese silencio que decía mucho más de lo que cualquiera de los dos se atrevía a poner en palabras.
—¿Crees en las segundas oportunidades? —preguntó Adrián.
Camila dudó.
—No lo sé. Supongo que depende de quién las pida.
Él sonrió, bajando la mirada.
—A mí nunca me las han dado.
Ella estiró la mano, rozando el dorso de los dedos de Adrián.
—Quizá sea momento de cambiar eso.
La tormenta amainó. La madrugada se volvió menos hostil. Camila se acurrucó junto a él, compartiendo la manta, escuchando cómo la ciudad respiraba bajo sus pies. No hubo besos esa noche, ni promesas apresuradas. Solo una complicidad callada, tejida con hilos de dolor y de esas ganas urgentes de empezar de nuevo.
Cuando el primer rayo de sol asomó por el horizonte, Adrián tomó su mano y la miró.
—Prométeme que no desaparecerás.
Camila apretó su mano.
—Solo si tú tampoco lo haces.
Y aunque ambos sabían que había demasiadas heridas abiertas, esa promesa en voz baja se quedó flotando entre los dos. Porque por primera vez en mucho tiempo, la idea de tener a alguien al lado ya no dolía tanto.
Solo quedaba esperar si serían capaces de cumplirla.